-Robinson Quintero Ossa-
El descubrimiento de
un buen poeta en la vida de un hombre, sea este un iniciado en la poesía o
apenas un eventual explorador de ella, es como el descubrimiento de un nuevo
amigo que, con el tiempo, se hace entrañable. No por cosas del azar un lector
encuentra en determinado poeta el amigo que le acompañará de allí en adelante.
De esta magnitud afectiva y espiritual es el encuentro con Juan Calzadilla. En
un comienzo el poeta ofrece un trato que, para quien apenas lo conoce, es
desconcertante, difícil: es un recién conocido que no entrega fácilmente su
confianza. Sin embargo, cuando se logra al fin ganar su cercanía, cuando nos
hacemos cómplices de su palabra, es un amigo que se entrega por completo, como
ese que, cabal en todo sentido, nos enfrenta y cuestiona sin la más mínima
condescendencia.
Calzadilla es un poeta
que invita al lector a una suerte de trampa, a una aventura que aun cuando
pueda convertirse en un mal trago, ya en la resaca nos entrega un premio: su
lucidez. Desde un comienzo, el lector debe ir dispuesto a que lo pongan contra
la pared, a asumir incluso el que en un momento dado el poeta se burle de él,
como lo hace de sí mismo, que lo desnude, como lo hace con él mismo. Y esto
porque en sus textos el venezolano va de continuo poniéndolo todo en duda,
cuestionándolo todo, asumiendo una conciencia extrema de las cosas, sin
concesiones. El autor interroga, sondea, coteja, construye, trata de darle una
salida afortunada al lector, para terminar por dejarlo mordido por la duda,
impío, perturbado, vivo o, en una sola palabra, lúcido. Quienes lo leen,
entonces, se encuentran ante sus poemas como ante un juego sin resolución, o
que no se resuelve como habría de esperarse, al punto de que nada extraño sería
el que nos sintiésemos, con versos de Tennesse Williams, “como niños armando el
nombre de Dios / con un rompecabezas que está equivocado”.
En general, la obra de
Calzadilla es un gran arte poética, lo que quiere decir, un continuo ejercicio
de reflexión. Lo anterior dice también de una alta dosis de inteligencia en sus
escritos, tan palpable que uno no deja de preguntarse de si además de ante un
poeta, no estamos también frente a un profesional de la inteligencia.
Sin embargo, lo que en otros no deja de ser cargante, en el poeta venezolano se
enriquece por el hecho de que este último es dueño de una sensibilidad poco
común, extraña, cuya mayor cualidad radica en el hecho de llevar la palabra a
lo que se podría llamar una poética de la causticidad. Toda su obra es un
divertimento en el que se tocan de continuo el pensamiento conceptual y la
imaginación. Esta singularidad, en últimas, es lo que define su voz, lo que le
confiere un carácter propio a su obra. La evidente perspicacia en sus poemas no
está puesta al servicio de lo “profundo”, de lo técnicamente literario, sino
más bien en función de una claridad que en nada riñe con el humor o con la
ironía, y que en modo alguno implica el abandono de la sutileza, del
pensamiento llevado a su máximo refinamiento.
Estas, creo yo, son
las mayores cualidades y la mejor enseñanza que nos deja su experiencia
poética, en la que la ciudad, y dentro de ella el hombre con sus “mínimos”
males, está siempre presente como tema central. Calzadilla representa, con
fidelidad, la auténtica conciencia de lo que puede definirse como un ser
urbano. El autor de Oh Smog y Diario para una poesía
mínima, dos de sus libros representativos, conoce todos los recovecos de la
urbe, pero no la urbe en un sentido figurativo sino más bien abstracto.
Lo imagino, aunque parezca absurda la comparación, como un Whitman que camina
sus calles, mas no airoso, no exaltado por la sensualidad, no llamando a la
creación de una gran nación, sino meditativo y alerta, lleno de intimidad,
construyendo una nación de más pertinencia y más común a todos los hombres, la
nación del pensamiento: ese paisaje sin lugar.
Sirvan las presentes
notas para brindar desde estas páginas reconocimiento a una voz que, en el
actual panorama de la poesía hispanoamericana, no tiene paragón y que –por lo
mismo– aporta con su obra un registro nuevo a las palabras y a la sensibilidad
de quienes saben permanecer atentos, de los que todavía no caen adormecidos por
las verdades hechas, por las academias, por los programas, por el lugar común;
una voz que ha sabido asumir esta intranquilizante paradoja: “la única
tradición que debe permitirse el poeta es la del futuro”.
Invito a los que aún no leen los poemas de Juan Calzadilla para que
conozcan a alguien que puede ser, en palabras de Wallace Stevens, “un amigo más
amigo que el mejor amigo”.
*Texto tomado de la revista Otro Páramo:
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