viernes, 24 de abril de 2020

Juan Calzadilla: El signo interminable del cuerpo


Adalber Salas Hernández



-Adalber Salas Hernández-


L’homme en tout et par tout, n’est que rappiessement et bigarrure.
Michel de Montaigne

El cuerpo como prisión. El cuerpo como castigo para el alma o la capacidad intelectiva. El cuerpo como máquina, como pieza de relojería biológica. El cuerpo como granja, como espacio de cultivo. El cuerpo como enemigo. El cuerpo como tentación. El cuerpo como pugna, campo de batalla. El cuerpo como mortificación. El cuerpo como continente perdido de la medicina. El cuerpo como envejecimiento, deterioro en estado puro. El cuerpo como error. El cuerpo como mala artesanía de algún demiurgo. El cuerpo como rastro de encarnaciones pasadas o futuras. El cuerpo como alojamiento, hostal, posada. El cuerpo como desplazamiento.

El cuerpo concebido como una otredad extrema atraviesa nuestra cultura de principio a fin. Católicos o protestantes, (neo)platónicos o aristotélicos, místicos o laicos, gnósticos fascinantes o charlatanes, herejes de todo tipo y condición, tomistas, cartesianos, ilustrados, románticos, utilitaristas, pragmáticos, nietzscheanos, marxistas, freudianos o (neo)conductistas, tan hiper o posmodernos como se quiera: el cuerpo siempre termina ocupando un lugar central –incluso cuando se intenta soslayarlo. Empero, sin importar cuál sea la condición que se le otorgue, se encuentra ahí, masa oscura e ignara, tierra prometida o condena. Siempre construido como espacio, entendido como un lugar –res extensa, diría Descartes en un momento germinal de esta modernidad que en muchos sentidos aún vivimos– al que llegamos y el cual debe ser abandonado eventualmente.

Sólo soy esa porción de mí mismo que no alcanza a existir en ninguna cosa, escribe Juan Calzadilla en Relevo de guardia, uno de los poemas pertenecientes al volumen Malos modales[1], haciéndose eco de la extensa grieta –o más bien falla– que separa y aleja la intelección de la carne en nuestra cultura. Esa porción insituable, ajena a toda localización, es la parte del habla, el yo hecho de palabras que rara vez es representado sin estar investido de esa suerte de capacidad negativa que lo marca: el habla como signo menos del cuerpo, como un repliegue que ocurre en él.[2] Pocas líneas antes, en el mismo poema, Calzadilla escribe:

Veo frecuentemente en las paredes de mi cuarto fantasmas que tienen mi propio largo, que ríen con mi risa, que parpadean con mi único ojo sano y me llaman con una voz tímida y desesperadamente mía.

Estos fantasmas no son más que rastros de la propia anatomía, pero desperdigados, sin formar o siquiera insinuar un conjunto coherente. Como si alguien quisiera ensamblar a un ser humano sin saber cómo, o incluso sin haberlo visto uno alguna vez: hay una altura, una risa, un ojo y una voz propia que, sin embargo, proviene de algún otro lugar. Hay aquí una percepción del propio terreno corporal como un espacio sin orden –lo que es más, como un desmembramiento.

Con una agudeza que tiene pocos pares en la poesía venezolana, Calzadilla toma esta concepción hostil del cuerpo, este cúmulo de imágenes penitentes que conforman parte de nuestra herencia como occidentales, para replantear su contenido. Parte de ese desmembramiento para plantear la pregunta sobre el cuerpo, qué es en última instancia, dónde está situado, cuál es su vínculo con el lenguaje –y buscarle una respuesta a los derroteros transitados irreflexivamente por nuestro pensamiento. Su escritura, que viene siendo trabajada desde hace muchas décadas, insiste en dar a este interrogante una contestación abierta, sin final.

En Anthropologie du corps et modernité, David Le Breton enuncia un principio que, también, podremos hallar en Calzadilla: “Vivre, c’est réduire continuellement le monde à son corps à travers la symbolique qu’ il incarne.”[3]A pesar de estar habituados a vivir el cuerpo con un alto grado de separación, nos valemos de él como mapa, guiándonos por él para trazar una cartografía antropomórfica de nuestro entorno. El mundo se vuelve manejable, llevadero, pues su orden inmenso es filtrado por este otro orden, más inmediatamente reconocible: el anatómico. Se funda entonces una correspondencia entre cuerpo y mundo –esa misma que ha persistido, bajo distintas guisas y en distintos sistemas religiosos, científicos o filosóficos, como la correspondencia entre macrocosmos y microcosmos. Calzadilla está perfectamente consciente de haber recibido en legado esta noción; no obstante, su manera de encarnarla en la escritura da cuenta de una honda problematización:

me reconozco en la selva urbana que me propone una máscara
para dar los buenos días desde una claraboya demasiado alta
me reconozco en la oscuridad donde dejo de verme y en medio
de mi alegría cifrada por los despojos de miseria que apuñala mi ojo
me reconozco en el banco de cárcel negra y en la materia que
osifica mis párpados y diluye mi cráneo nuevo
que no es sino ese florecimiento de sábanas
que busca un punto de apoyo en mi rótula,
la súbita aparición del pus que insemina los bellos jardines
de un dispensario nocturno
mis párpados sin venganza mis párpados sin origen mis párpados
sin orificios de salida para cantar para verter loas en témpanos
de dicha interna mis párpados cerrados siempre para ver el lado oscuro
de la carne
a modo de gusanos que pudren mis oídos
me reconozco
me reconozco en mi infancia en mi madurez en mi muerte

Estos versos pertenecen al poema Me reconozco, de uno de los primeros libros del poemario Dictado por la jauría. La frase que da título al poema –y que se repite en su interior con un aire de estribillo disonante– da la clave de lectura: este reconocimiento de sí, a través del cuerpo nuevamente fragmentado, hecho trizas como en el poema anterior, da a entender el modo arriesgado en que Calzadilla está abordando la cuestión del cuerpo: ha decidido ser fiel a la noción de correspondencia entre entorno y anatomía, pero no para establecer a través de ella un cierto orden, sino para representar el desorden, el descolocamiento que producen las ciudades contemporáneas, con su urbanismo caótico, con sus dimensiones casi inmanejables, con su miseria y suciedad, con sus supuraciones y segregaciones.

Poema tras poema, se va haciendo claro cuál es la táctica de este vigía poético: mostrarnos el cuerpo que somos en toda su fragilidad, en toda su dispersión ardua y fascinante: mostrarnos el cuerpo como algo que no se acaba. Ajeno a los cánones de proporción y medida justas, el cuerpo que nos entrega Calzadilla es franca, directamente grotesco: un espacio con filtraciones y agujeros, con múltiples puntos de fuga, un lugar en disolución y reconstitución. Grotesco como quería Bajtín en su libro sobre Rabelais: “The grotesque body, as we have often stressed, is a body in the act of becoming. It is never finished, never completed; it is continually built, created, and builds and creates another body. More-over, the body swallows the world and is itself swallowed by the world.”[4]El cuerpo que se extiende a lo largo de esta poética no lucha contra el derrumbe inacabable del mundo; antes bien, se vuelve derrumbe a su vez, en consonancia con el entorno y la época que le han tocado en suerte.Contrario a muchos otros autores, Calzadilla se ha vuelto el cronista del lado oscuro de la carne.

En el paraje de la poesía venezolana hay muchos exploradores arriesgados del cuerpo. Baste mencionar a Hanni Ossott, Miyó Vestrini, Alejandro Salas, María Calcaño, José Barroeta o Armando Rojas Guardia –entre otros. Sin embargo, nadie como Calzadilla para imprimir a esta pesquisa un carácter de lucidez lúdica, un acento que nadie más posee.En este sentido, en preciso recordar el poema Métrica corporal o la humanografía al alcance de todos, del volumen Diario sin sujeto:

Construir una métrica de la ciudad, por el estilo de la que proporciona la imagen en movimiento de una multitud saliendo precipitadamente del Metro. El ritmo orgánico de los cuerpos debe hacerse coincidir con el sentido de la flecha según el cual todas las figuras, mirando de izquierda a derecha, siguen (des)ordenadamente la misma dirección antes de precipitarse al vacío señalado por el fin del soporte. Hacer corresponder el movimiento de los cuerpos con el de la mano. Llamar a eso, si se desea, humanografía…

El juego de palabras entre metro y métrica dicta la pauta de este poema en prosa, cuyo lenguaje vagamente pedagógico, poblado de infinitivos e imperativos, parodia el estilo de los manuales de instrucciones.Este arte apócrifo de la humanografía nace de la observación del movimiento de los cuerpos en el espacio urbano, específicamente en las vías subterráneas, cuya influencia en la ciudad es tan poderosa. Calzadilla idea esta práctica para erigirla como metáfora de su propia obra: él mismo observa y estudia las metamorfosis de lo humano en este crisol de asfalto, concreto y acero, buscando para él una nueva métrica, una nueva medida, una forma textual que no lo traicione ni aprisione: que el ritmo orgánico de los cuerpos coincida con el de la letra. Si algún título debiera conferírsele a Calzadilla, sería el de humanógrafo.

Y lo que encuentra, al retomar el interrogante sobre el cuerpo, es que la pregunta ya no puede ser planteada de la misma forma. Las sucesivas y numerosas representaciones de nuestra carne a lo largo de la historia prueban su tremenda movilidad en nuestro universo simbólico: pensamos y repensamos nuestra anatomía de un modo diferente, dependiendo del momento y el lugar donde lo hagamos. Pero hoy en día, para volver a formular este planteamiento, es necesario hacerse la pregunta de una manera insólita. Así se deja ver en La respuesta de los cuerpos, poema perteneciente a Tácticas de vigía:

No preguntamos
antes bien nosotros mismos somos la pregunta
Nuestros cuerpos toman ahora mismo la forma
de la pregunta que hacemos con nuestros cuerpos

Calzadilla se percata con lucidez de cuán necesario es invertir los términos en los que se define la pregunta. La oposición binaria entre cuerpo y alma –o intelecto– se formula en su poética como algo problemático, incómodo, que requiere solución. Y su manera de resolver esta dicotomía es desarticularla, colapsando en una unidad lo que se ha insistido en ver como dos elementos separados. El yo que habla desde el lugar sin lugar de un exiliado de su propio cuerpo es poco a poco sustituido por un yo que de plano es su propio cuerpo, que no se encuentra en él como en un lugar, sino que efectivamente es ese lugar. No más res cogitans por un lado y res extensa por el otro, no más mente sobre materia, no más alma mártir contra carne inescrutable y demoníaca.

Arrebata a ese yo, a ese sujeto hecho de palabras, su negatividad, su capacidad para sustraerse de lo corpóreo. Con este movimiento identifica signo y cuerpo: éste toma la forma del verbo que lo interroga.Así, el desmembramiento de lo anatómico, que en la obra de otros autores podría experimentarse como obstáculo o padecimiento, e incluso como sino trágico, se vuelve en la poética de Calzadilla una oportunidad para reformular esa región de nuestro imaginario. Lo corporal se vuelve un espacio abierto a reescrituras infinitas, donde la opacidad se vuelve enigma e incitación a nitideces insólitas. Cada órgano y cada miembro descubren en sí usos y valores que nadie les había asignado o siquiera esperaba de ellos. Como dice uno de los versos del poema Contradicciones, del libro Ciudadano sin fin: Cada miembro, cada órgano esperan de mí su independencia.

En esta poética, el cuerpo pareciera ser regido por el Principio de Incertidumbre formulado por Werner Heisenberg: es imposible medir a la vez sus distintas propiedades. Cuando va a determinarse dónde se encuentra, ya resulta imposible medir su momento o especificar su dirección. En otras palabras, siempre que hallamos el cuerpo en la obra de Calzadilla, se encuentra en un estado en que, pocos textos después, ya no es el mismo. Resulta imposible dar con una imagen que lo contenga.Es irremediablemente otro:

Si el pensamiento avanza la sombra traiciona
pues sin saberlo cada individuo está formado
por multitud de seres que le precedieron y le siguen
La suma de mi cuerpo es la resta de todos
los demás cuerpos que me acompañan

Así dice otro de los poemas de Ciudadano sin fin, llamado Todos una sola persona. Estos cuerpos, acompañantes del sujeto que habla en este poema, son al mismo tiempo la condición de su existencia y su nada más implacable. Se trata del cargamento de ausencias que lleva todo cuerpo, las faltas con las que trafica. Pero también su mayor riqueza, pues cada una de esas carencias es también un espacio simbolizable, un trazo en el signo interminable del cuerpo, en su materialidad específica. Ausencia no es más que significado en estado puro. De este modo, lo corporal que signa la poética de Calzadilla aprovecha este cúmulo de sustracciones para significar(se).

El cuerpo puede representarse –y hallarse– en este estado de flujo en la medida en que la lengua misma también se encuentra fluyendo.Se halla simultáneamente iluminado y oscuro, sumergido en una especie de pérdida lúcida, un continuo decirse. Este rasgo funciona en distintos niveles de esta poética –incluso en el más netamente artesanal, el que involucra la talla y corrección de los textos. El poema Amherst, 1878, por ejemplo, pasó por sucesivas reescrituras, siendo publicado bajo sus distintas formas en los libros Curso corriente, Principios de urbanidad, Notario al garete y Ecólogo de día feriado. Antología personal. Los textos una y otra vez renovados participan de y testimonian por la fluidez inabarcable de la lengua en la cual están escritos. Ellos también son cuerpos en un movimiento sin fin.

No puede soslayarse lo hondamente subversiva que es la imagen del cuerpo que se contorsiona y cambia en el núcleo mismo de esta poética. Al adentrarnos en ella, al recorrer los poemas que la componen, poco a poco empezamos a encontrarnos allí, en esa anatomía movediza y fugaz, hecha signo que no para de hablar. Calzadilla lleva a cabo de manera drástica lo que Jacques Rancière llamó “le partage du sensible”, una reorganización de la sensibilidad del lector que privilegia zonas opacadas o desapercibidas del mundo, por encima de las ya establecidas y canonizadas por la sensibilidad imperante. A este respecto, Rancière escribe: “En s’enallantrouler à droite et a gauche, sans savoir à qui il faut ou nefaut pasparler, l’écriture détruit tout eas siselégitime de la circulation de la parole, du rapport entre les effets de la parole et des positions des corps dansl’espace commun.”[5] La escritura de Calzadilla pertenece a esta estirpe: funda nuevos canales para la circulación de la materia semántica, mostrándonos un uso distinto para los cuerpos, una manera dislocada y creadora para codificarlos y ensamblarlos entre sí. Ocurre una reconfiguración perceptiva, un reordenamiento de la materia sensible cuyas consecuencias no son nada desdeñables para quien se atreva a prestar oído a estos poemas.

Hay que hacer del lenguaje algo más transparente. Que se pueda mirar a través de su opacidad como a través de un cuerpo: estas frases pueden leerse en Gema del sentido, otro poema de Diario sin sujeto. Lo corporal, tradicionalmente visto como la materia impermeable para el sentido, se vuelve aquí asiento de lo traslúcido. El deber de la escritura es hacerse a imagen y semejanza de ese cuerpo: el lenguaje debe labrarse una transparencia que esté a la altura de esta anatomía sin punto final. Estas dos oraciones bien podrían leerse como una especie de arte poética.

Hay un imperativo en la obra de Calzadilla: no permitir que lo corpóreo se fosilice, sino que cristalice siempre de modo diferente en cada poema. Y mostrar con ello al lector todo lo que hay de arbitrario y reductor en la noción de cuerpo a la que se ha acostumbrado, esa que constituye su moneda discursiva habitual. A cambio, ofrece este cuerpo febril y desatado, cuyo perfil no sabe permanecer quieto, cuya extensión se pierde de vista, cuyos miembros pululan y hacen señas, un cuerpo que no para de hablar, como el mundo que justo ahora nos toca vivir. Este es el deber del poeta, dar testimonio de eso que, a pesar de ser duramente real, está siendo ignorado. Como declara el mismo Calzadilla en Los grados de lo invisible, texto incluido en Una cáscara de cierto espesor: Lo real para el poeta es lo nunca visto.


***

Este ensayo inédito, preparado especialmente para Balance crítico, fue escrito por Adalber Salas Hernández en 2014.



***

[1] Juan Calzadilla. Formas en fuga. Antología poética. Caracas, Fundación Biblioteca Ayacucho, 2010.
Las siguientes citas del autor también pertenecerán a este volumen, detallada e impecablemente curado por Arturo Gutiérrez Plaza.
[2] A este respecto, también es necesario recordar una de las líneas del poema Las formas del exilio, que se encuentra tanto en el libro Principios de urbanidad como en Protofixiones, volumen bastante posterior: Mi cuerpo es el lugar en donde, momentáneamente, he encontrado asilo. Calzadilla sabe condensar esta problemática con una precisión cortante.
[3] “Vivir es reducir continuamente el mundo al propio cuerpo, a través del simbolismo que este encarna.”
David Le Breton. Anthropologie du corps etmodernité. París, Quadrige/PressesUniversitaires de France, 2011.
[4] “El cuerpo grotesco, como hemos señalado a menudo, es un cuerpo en el acto de hacerse. Nunca está terminado, nunca está completado; es construido continuamente, creado, y a su vez construye y crea otro cuerpo. Además, el cuerpo se traga al mundo y es también tragado por el mundo.”
Mikhail Bakhthin, Rabelais and His World.Bloomington, Indiana UniversityPress, 2009. Traducción del ruso al inglés de HeleneIswolsky.
[5]“Al echar a rodar a diestra y siniestra, sin saber a quién es necesario hablar y a quién no, la escritura destruye todo asiento legítimo de la circulación de la palabra, de la relación entre los efectos de la palabra y las posiciones de los cuerpos en el espacio común.”
Jacques Rancière. Le partage du sensible. Esthétique et politique. París, La Fabrique Éditions, 2012.

BICÉFALO DE JUAN CALZADILLA


Juan Antonio Vasco


-Juan Antonio Vasco-


Habría que adquirir una gran destreza para sorprenderse de reojo a sí mismo. No sucede a cada instante, aunque les ocurra con alguna frecuencia a los artistas. En estados-límite, quizás con un pie en la razón y el otro en el delirio, el yo aparece escindido. Si el sujeto en quien se da el fenómeno es un escritor, su personalidad pluralizada puede proveer a una pieza narrativa o a una obra teatral todo el ‘reparto’ que necesiten. Es casi obligatorio mencionar a Rimbaud (‘Je suis un autre’ ), y más todavía: «Me habitué a la alucinación simple: veía con toda nitidez una mezquita en lugar de una fábrica, un conjunto de tambores integrado por ángeles, calesas por las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título de vodevil erigía espantos ante mí» (Una temporada en el infierno).
Bicéfalo se inscribe en la tradición del desdoblamiento, y por añadidura, en la de la metamorfosis. El autor de estas prosas se refiere desde hace años a la multiplicación de su personalidad. En Dictado por la jauría (Ediciones de El Techo de la Ballena, Caracas, 1962, poemas), decía «Diariamente soy empujado a ser otro y el papel me va bien»; y en otro pasaje «No me conozco. Estoy abolido: Un muñón miserable ha tomado mi sitio». Más tarde, en Malos modales (Ediciones de El Techo de la Ballena, Caracas, 1965, poemas) repite Calzadilla «Me he transformado. Soy otro». Una docena de años y aparece en 1977 Oh, smog (Editorial Equinoccio, Caracas, 1977, poemas). El texto «Un nuevo papel» empieza con la siguiente línea: «A veces doy la impresión de haber sido empujado a ser otro/y no reniego de este nuevo papel». También en Bicéfalo damos de entrada con el mismo tema: alguien, a quien llamaremos provisoriamente ‹el sujeto del relato›, ha sido víctima de una metamorfosis e igualmente acepta el hecho: «No puedo rebelarme, tanto menos cuanto que, como lo he confesado, estoy conforme, estoy conforme». (Cuando Calzadilla repite, lo hace siempre por pares o ‘dobletes’ expresivos).
Bicéfalo no interrumpe el pensamiento central (desdoblamiento) de los libros poéticos. Hemos hablado además de metamorfosis: la palabra evoca a Kafka y no en vano: «tengo la sensación, o casi la certeza, de vivir bajo la piel de un animal extraño, que responde al nombre de otra especie» (Bicéfalo, p. 7).
Distinguir entre poesía y prosa, a estas alturas, puede ser tarea ardua. Pero sin duda alguna Bicéfalo es un libro de relatos. Todo lo oníricos y delirantes que se quiera pero relatos en definitiva. Aconteceres que alcanzan existencia entre personajes, provistos en conjunto por una sola mente.
Bicéfalo me parece uno de los libros que debemos leer, entre tantos otros más o menos prescindibles que las prensas lanzan sobre nosotros, como catapultas. Comprendo que estoy recomendado el libro, ¿pero cuál es la función del [reseñador] crítico, como no sea recomendar por sí o por no? Su lectura no tiene privilegio intrínseco sobre la del lector corriente, salvo en dos aspectos: comienza por ser ‘obligatoria’ y termina en una invitación a leer o a omitir. Salvo que se ejercite, y yo no lo haré, el álgebra del análisis estructural. Me parece mejor ofrecer un vaso de agua que dar un papelito con la fórmula H2O.
La lectura aparentemente obligatoria ha sido voluntaria y gozosa. La composición de Calzadilla se puede comparar con los monumentos antiguos, para los cuales los artesanos pulían sus bloques de piedra hasta encajarlos unos con otros a perennidad. Calzadilla posee el don de la expresión directa. Directa y no elemental, porque siempre es posible analizar en sus textos diversos planos significativos, vibraciones armónicas y complejidades que se resisten a la primera confrontación. Es harto disfrutable esta escritura sin muescas, sin hendiduras, sin gránulos ni asperezas.

Prosa ceñida y económica, que tiene una idea clara acerca de sí misma. También es precisa, por lo menos en cuanto ‘el sujeto del discurso’, aparentemente un psicótico, consigue articular actos y pensamientos congruentes. El texto comienza con la palabra ‘nada’, lo cual no significa gran cosa, porque ‘el sujeto del discurso’ no se atiene a reglas lógicas demasiado estrictas. Da a conocer un planteo novelístico-delirante y realiza la tarea de todos los personajes. También describe magistralmente (quiero decir que Calzadilla lo lleva a cabo a través de esta hechura suya). Dado que los psicóticos no mantienen una conducta constante, podrá pasar de los monólogos, diálogos y acciones en que entran varios personajes, a las descripciones clásicas, memorias de niñez provincial, el permanente aguijón del tráfago metropolitano, episodios rumorosos o ensordecedores, reflejos que encandilan, deslumbran, enceguecen.
El primer capítulo, dos páginas de texto, nos invita a considerar que están actuando en él, simultáneamente, cinco seres. Veo a Juan Calzadilla manejando los hilos de esta historia o, mejor aún, ejecutando en un órgano de cámara el rol del ‘sujeto’; puesto este en funcionamiento, se desdobla y nos promete la venida del Guardián, la del Doctor y la de cierto Enviado. El contradictorio ser encerrado en su celda del hospicio aparece como víctima, objeto de fuerzas brutales que disponen de él. En dos oportunidades, durante el corto desarrollo de la estampa, menciona la decapitación como pena de la cual es objeto retórico o real.
La primera decapitación es una comparación, una figura estilística. En la segunda, ‘el sujeto del discurso’ ha perdido la cabeza; sin embargo, dos renglones más abajo se refiere a ella, despojo caído en un balde, como si perteneciese a una tercera persona. También nos enteramos de que espera visita: ha de venir el Guardián. Mientras aguardamos se nos dice que ese visitante adoptará la forma impuesta por la fantasía del recluso; bien pronto, sin percibir aparentemente contradicción alguna, se afirma que el Guardián tomará la traza y tamaño que su propia imaginación de él le dicte. Al concluir la página sabemos que el Guardián no ha de aparecer encarnándose a sí mismo, sino personificado a un cierto Enviado. Simultáneamente tomamos nota de que el Doctor es también intercambiable con el ‘sujeto’, el Guardián y el Enviado. Añadamos la figura del Creador, puesto que Juan inventa al ‹sujeto›, y este se desdobla en otros personajes. El primer texto finaliza con una evocación del Enviado, sonriente bajo una capa infernal, echando fuego, apaciguando la candela con sus voces para dejar oír la suya, mientras agita su látigo: «Bernabé, es la hora de la hora».
Y bien, hemos sido presentados. A través de unas noventa páginas conviviremos con Bernabé, no solo circunscriptos por los muros de su celda, sino arrojados junto con él al pánico, el desvarío, la rememoración. Si huye del hospicio adivinaremos en su relato la persecución, las agresiones de que ha sido objeto y el contacto intolerable con la libertad. Nos hablará nostálgicamente de su infancia, lo encontraremos en las calles de la ciudad, atiborrada de mercancías en las vidrieras de las tiendas y de automóviles en las calzadas. Intentemos dar un panorama mínimo de todos esos hechos. Nos parece que en contacto con ellos los veremos integrando el desarrollo, los materiales y un poco de teoría de esa otredad que anonada a los personajes de Calzadilla, tanto en su sede lírica como en este primer libro narrativo. Las estampas que van conformando el volumen muestran diversos grados ?no necesariamente sucesivos? de disgregación psíquica, distintos aspectos de un personaje que padece la duda atormentadora de su identidad, y más, la de su misma existencia.
Cuando entran en escena los objetos y sus nombres, las cosas que enfrentan a Bernabé, los trozos de realidad concreta que él mira se ordenan en derredor de la lámpara, coronados por un halo más importante que ellos mismos. Mientras las cosas se quedan quietas le permiten sentir que existe. «Si comienzan a bambolearse, entonces aparece la nada. Porque en lugar de ellas, las palabras con que son designadas esas cosas, las sustituyen». Dentro del hueco dejado por los objetos las palabras se iluminan, giran, huyen, ejecutando todas las técnicas de los anuncios eléctricos. En un nivel del texto podemos ubicar la existencia o inexistencia de los objetos, su cimiento ontológico. Encima flota el lenguaje, los significantes reemplazan a sus significados. No hace falta recordar que nos hallamos en la ciudad, pero si por ventura lo olvidásemos, allí están esos vocablos que, desde el neón, hablan por la noche con los ciudadanos. En el momento en que las palabras se ponen a girar y huyen como atornillándose en la oscuridad hasta desaparecer, «entonces es el vacío lo que surge, un inmenso cero, una suerte de cilindro hueco en cuyo interior se oye únicamente el eco de esas palabras desaparecidas, un insoportable embudo» («Un insoportable embudo», p. 10).
En «Un muro demasiado alto por equivocación», Bernabé reflexiona: «Descubro que he tomado mi vida por la de otro. Y esto viene a ser el origen de mi culpa o de mi mal». Diez renglones más abajo afirma «No me siento culpable de nada». Parecería atinado asignar a la contradicción un rol de parámetro, pero no hay que equivocarse. Si Bernabé vive una vida imaginaria infinitamente matizada se debe a que la lógica no lo ciñe. Se verá luego, a pesar de lo dicho, que el razonamiento normal no le está vedado, lo cual añade a su personalidad una riqueza más. Por otra parte, cuando se exculpa sobreañade una inesperada reflexión: para ser culpable es preciso sentirse libre, más aún, ‘ser libre en efecto’. Le haría falta hallarse fuera de ese cuarto que lo recluye para tener la conciencia sin culpa, es decir, estar exento de sospecha en cuanto a la intención y a la posibilidad de huir.
No hay razones para asombrarse de que muchos escritores latinoamericanos dejen ver en los sucesivos eslabones de sus obras, la influencia de la religión. Suele ahogarlos el contexto social, los acorralan límites inherentes a la condición humana y se ciernen sobre ellos la atmósfera sofocante del pecado y su culpa, la cólera divina. Absueltos a medias por la interrelación con un mundo que propone nuevos símbolos, instalados en las ciudades cromadas y veloces, incorporan otras ansiedades y miedos, se convierten a la trituradora sociedad industrial o se alzan contra ella. Pero siempre, en el fondo de sus recuerdos, aparecen las figuras de los mayores con su halo de religiosidad, y aunque el mundo que se los inflige es aterrador, las raíces de sus miedos provienen de aquella infancia.
Luego desfilan capítulos de prosa apasionante, urdimbres de tipografía como espacios grises por donde se pasea desnuda una imaginación tan libre, variable e insistente que no solo complace: también preocupa.
La idea de que lo dejen suelto en una gran selva no promete el regocijo sino el pavor. En efecto, dice que «la existencia adquiriría para él en ese momento, no la forma de una palabra o de un ruego, sino de un estremecedor aullido». En este mismo capítulo, que narra una fuga de Bernabé, perseguido y capturado por el personal del sanatorio, aparece una imagen que prolifera en los libros poéticos de Calzadilla: la del ojo: «El árbol del patio estará reflejándose al revés en mi ojo vacío, cubierto de cristales rotos, de arañas». El tema proseguirá a través del libro, explicitándose. En la ‘estampa’ que comentamos Bernabé ha estado fugazmente en un museo, quizás en el transcurso de su escapatoria. (No es casualidad, porque Juan Calzadilla se encuentra entre los críticos de pintura más destacados de Venezuela). A la raíz de esa vocación deben vincularse los abundantes y variados funcionamientos del ojo y de la mirada que aparecen en sus obras. No solo son menciones del mirar: comportan una capacidad muy afinada de su escritura para describir lo que se ve o se recuerda. En Bicéfalo también hay muestras de ese don convertido en maestría por la capacidad creadora del escritor.
Transcurre el tiempo en la celda. Ahora entra por debajo de la puerta un trozo de papel, un pedazo de periódico. Se levantaría a recogerlo pero su aparato locomotor se resiste con empeño, asume cierta voluntad independiente y opuesta. Gana Bernabé. Inspirado por el trozo de periódico escribe una frase en la pared. Llega el médico, revuelve entre los ‘trastos’ de pintor y con una estopa que toma allí borra la escritura del muro, advirtiendo a su paciente que es tonto manchar la pared, la pantalla de colores donde bajan a visitarlo sus ángeles. Día tras día, el doctor hace que Bernabé pinte y grabe el discurso que fluye en su imaginación. Tal vez recoge así materiales para el tratamiento psiquiátrico. Recordemos a André Breton, médico: «Me pasaría la vida escuchando las confesiones de los locos».
Emerge en el recuerdo, vívida, la casa del abuelo. Después se nos señala el color gris que rodea al recluso, castigo ponderable ahora que conocemos su condición, más todavía, su pasión eidética y del color. El psiquiatra o tal vez el mismo paciente ordenan y desordenan cuadros, apoyándolos contra la pared. Se entregan a este juego con un regocijo infantil, dando saltos y gritos de alegría.
Otras escenas nos muestran la ciudad, las vidrieras de los negocios, las calles pobladas de vehículos. En cada una de estas estructuras narrativas y visuales ocurren sucesos liberados de toda constricción lógica, insertos sin embargo en un decir que aferra al lector palabra tras palabra.
Aceptemos la imposibilidad de glosar íntegramente este breve tomo que no llega al centenar de páginas. Hemos propuesto alguna interpretación, hemos recomendado la lectura de una obra que nos parece universal en su alcance y nos quedaría solamente, dentro de lo razonable, transcribir un par de textos.
«De recordarme soñando, no me acuerdo. Entonces todo debe ser real. Y también es cierto, por otra parte, que solo lo que se ve con los ojos bien abiertos puede ser descrito fielmente al grado de que lo evocado sea más nítido y luminoso que lo vivido.
¿Cómo, por qué razón aparecen ante el ojo esas imágenes? No lo sé. Mejor dicho, hasta cierto momento sé algo. Cuando el doctor Beeme arrastra el caballete ?y junto con este los bártulos? y lo coloca frente a mí, comienzo a saber algo. Cuando pone el pincel en mi mano y se me hace oler un tubo de pintura y ladea mi cabeza ?de este modo? para que la vista se detenga en el muro blanco, exactamente en la posición que adopto ahora, todo con esa puntualidad que debe rodear al cariño que un científico experimenta por su conejillo, hasta ese momento comienzo a saber algo. El resto lo he olvidado. Pertenece a la vida de esos personajes que se apoderan de la mía para reclamar, a su vez, una presencia que solo puedo otorgarles a costa de mi razón».
Disfrutemos ahora de la intensa felicidad que embarga a Bernabé cuando en su vida, a la vez encerrada dentro de una celda, ocurren sucesos que lo trasladan al estado de arrobamiento.
«La memoria es como un muro demasiado alto. Puedo apreciarlo, calcularlo, medir la distancia a que me pone de la calle, es decir, del mundo, tomar impulso… pero nunca saltar sin correr un riesgo peligroso, ante el cual me rindo. Entonces no recuerdo. El muro es el miedo a lo que siempre sobrevendrá. De pronto me interrumpo. Un gran acontecimiento. Lo prefiero así. El mundo se estremece. Silencio. Ha comenzado a llover. No antes, sino ahora mismo. No aquí, sino lejos, pero ha comenzado a llover. Esto es, teóricamente hablando, muy importante. ¡Aunque en la práctica no me toca la lluvia, ella habla de lejos!, me hubiera gustado manosearla, eso sí, pero solo la presiento, es todo. La recuerdo fijamente como una buena lengua en mi mano y entonces toco suelo, estoy de buen humor, me invade una felicidad momentánea, río a carcajadas, dando vueltas por todo el cuarto. Cuento sus sílabas de agua, mi oído escucha una conversación: mi nombre dicho en voz alta. Me llaman. ¡Son los Ángeles, doctor, los ángeles! ¡Han vuelto!»
Ahí queda Bernabé empapado en la aterradora felicidad de la locura. Bicéfalo nos ha introducido en su universo, quizás más apropiado que el nuestro para desarrollar hasta el límite las capacidades potenciales del ser. Y que espanta, sin embargo. Solo un gran artista tiene el valor de enfrentarse con ese mundo del fulgor y el estremecimiento. Hoy ese gran artista se llama Juan Calzadilla.

JUAN ANTONIO VASCO (Buenos Aires, 1924-1984). Poeta y ensayista argentino. Después de una corta militancia en el grupo/revista A partir de cero, y de publicar en Buenos Aires su poemario Cambio de horario (1954), Vasco se estableció en Caracas como vendedor y agente publicitario. Fue entonces cuando entró en contacto con varios escritores y pintores venezolanos, vinculados a la revista Sardio y a El Techo de la Ballena, en Caracas; y a la revista Poesía, en Valencia. Durante diez años de permanencia en el país, el poeta argentino publicó algunos de sus principales libros y escribió ensayos sobre escritores venezolanos. En la década de los 60, vivió alternativamente entre Caracas y Buenos Aires. Es autor de los poemarios El ojo de la cerradura, Destino común, Pasen a ver, entre otros. El último libro que publica en vida, en 1984, es Conversación con la esfinge, estudio sobre la poesía de Octavio Armand. Póstumamente, se publica su libro Parranda y funeral (1992), bajo el cuidado de Juan Calzadilla.

~

El ensayo de Juan Antonio Vasco sobre Bicéfalo fue escrito en Buenos Aires en 1978. Permaneció inédito desde entonces en los archivos personales del poeta Juan Calzadilla. La transcripción estuvo a cargo de Néstor Mendoza. Graciela Yáñez Vicentini realizó la revisión del texto. El encabezado fue diseñado por María Betania Núñez.