Juan
Calzadilla centra su trabajo escritural principalmente sobre la base de tres
géneros: la poesía, el ensayo y la ficción breve. En este sentido, esta última
la convierte en textos cargados en su mayoría de un gran sentido reflexivo, de
ese sentido aforístico que predomina en muchos de estos textos breves.
¿Es
el aforismo un texto ficcional? Dice el DRAE que el aforismo es una “máxima o
sentencia que se propone como pauta en alguna ciencia o arte”. Sin
embargo, más allá de la norma o la regla, un aforismo es también una idea
literaria; algunos dicen que es una idea poética, con lo cual se puede enunciar
una idea que llega de pronto, veloz, a la mente de quien las plantea, sin que
necesariamente sea una verdad absoluta, lo cual le permite al autor hallar un
espacio para el pensamiento, la reflexión y el espacio crítico.
La
lectura no es solo la que hacemos de los libros. También es importante la
lectura de la vida, a partir de la reflexión y la interpretación de la
realidad. Todo, a partir de la observación. El sujeto es reflexivo
por naturaleza; la lectura se hace a partir de un pensamiento que genera un
movimiento crítico y que se asimila de acuerdo a la perspectiva y el marco de
conocimiento que tenga el lector.
En
este sentido, el aforismo se convierte en un instrumento de reflexión e
interpretación no solo del autor que lo emplea, sino del lector que sucumbe
ante las ideas que tienen un asidero aforístico. En muchos de los textos breves
de Calzadilla, este asidero confirma el estado de ser, el sentir de un
personaje, de una voz que reclama o que dice una sentencia, sin prejuicios,
pero con el poder del lenguaje. En el capítulo “Un insoportable embudo”, de
la novela Bicéfalo, así lo demuestra:
Los
objetos están frente a mí, alrededor de la lámpara, como la visión de un
arcoíris que los coronara, sereno y resplandeciente, más importante que las
cosas mismas. Es todo el testimonio que puedo extraer de ellos para tener la
convicción de que, en este momento, existo. Si comienzan a bambolearse,
entonces aparece la nada. Porque en lugar de ellas, las palabras con que son
designadas esas cosas, las sustituyen. Y empiezo a ver iluminarse las palabras
en cada sitio antes ocupado por las cosas, resplandeciendo y oscureciéndose
sucesivamente, hasta arrojar al aire series de una misma palabra que adoptan la
forma de los avisos de neón, repetidos y decrecientes en dirección a un punto
mínimo en donde ya no solo no es posible leer, sino ni porque yo imagine o crea
imaginar que los objetos son capaces por sí mismos de sustentarlas, entonces es
el vacío lo que surge, un inmenso cero, una suerte de cilindro hueco en cuyo
interior se oye únicamente el eco de esas palabras desaparecidas, un
insoportable embudo.
Así
también, el aforismo como sentencia se manifiesta en “El hombre sensato”, de
su libro Principios de urbanidad:
Si
es sensato, si es ordenado, con seguridad no es un artista de primera fila.
Pregúntale dónde puso tal cosa, en qué gaveta guarda el bolígrafo, en qué tramo
del librero están las facturas, en qué bolsillo perdió el llavero, en qué parte
de la mesa se han encontrado casualmente el paraguas y la máquina de afeitar?
¿Dónde el Larousse y el Lautréamont? Pregúntale todo esto y si contestara
satisfactoriamente ten por seguro que es solo un hombre cabal.
En
cambio el poeta, el poeta tiene bien puestos los pies sobre la tierra del
ideal.
El
enunciado Si es sensato, si es ordenado, con seguridad no es un artista
de primera fila, funciona como una sentencia en la que se define al
artista como un ser desordenado; establece como regla la condición de ser
artista desde la inmadurez, la falta de juicio, todo lo cual es producto de su
insensatez.
Como
en las instrucciones de Cortázar, las instrucciones de Calzadilla en el Libro
de las poéticas recurren al juego de palabras para recrear a un lector
que se pierde entre sintagmas a los que debe leer y releer para encontrar un
posible significado, una posible interpretación. Como en toda minificción, la
posibilidad del texto queda supeditada a la posibilidad del lector. Así vemos
en “Instrucciones para leer”:
Más
allá de la apariencia el monólogo es un diálogo con lo invisible. A la inversa,
en el caso del poeta, todo ensayo de escritura es un tipo de diálogo que tiene
como interlocutor al papel. ¿Y es que puede el poeta hacer algo así? Sí, leerse
piadosamente. A eso podría reducirse toda esperanza en el porvenir de la
poesía.
El
diálogo del poeta con el papel, lo hace piadoso ante su propia lectura. Es el
poeta, entonces, quien reduce la esperanza de la poesía en ese mismo diálogo.
El autor usa la figura del monólogo (ese hablar consigo mismo o con otro que no
se sabe existente), para decir que justo ese monólogo es lo opuesto al intento
de escritura del poeta ante la hoja en blanco. El propio Calzadilla, en
"Diálogo de una sola punta", se pregunta si puede el poeta hacer algo
así; y en esa misma tónica se responde y entrega su propia conclusión: es esa
la esperanza en el porvenir de la poesía:
-Aquí
está la cuerda. Hale usted por esta punta mientras yo sujeto la otra.
-Pero
¿cómo? Si esto no es una cuerda. Es una serpiente.
-Entonces
agarre usted la cabeza que yo asiré la cola. ¡No vamos a pelearnos por un
problema semántico!
Se
establece un diálogo entre dos partes, entre dos puntas. Partes de una misma
serpiente. Ambos extremos representan semánticamente la misma causa, el mismo
efecto.
En
“El pequeño circo”, la obra es vista como el objeto donde se configuran todos
los quehaceres de la crítica; el lugar donde se confabulan los éxitos y los
fracasos de lo que en torno a ella se dice.
Cuando
la obra sólo está enunciada y se considera una promesa, todo es fervor,
fascinación y euforia en torno a ella. Pero cuando el enunciado sigue la
confirmación, la madurez y la reiteración, y dale que dale, entonces se deja de
lado todo lo que en esta obra había de asombro y fervor para expresar nostalgia
por la promesa, y desdén por lo que ella ha llegado a ser.
La
obra es siempre ese pequeño resguardo del autor, poeta, ensayista, narrador,
que dibuja un espacio de su ser, un ser que lo proyecta como escritor, pero que
no siempre, ni necesariamente, proyecta su ser como persona. Es la obra, según
este breve texto de Calzadilla, un pequeño espacio circense donde se expresan
sus actores para decir de ella lo que haya que decir, pero también para
extrañar eso que quiso ser, e indiferencia por lo que “ha llegado a ser”.
Por
otra parte, Calzadilla se enfrenta al hombre que olvida la infancia para
convertirse tempranamente en un adulto, en “Despropósito en torno a un edén”:
Abandonó
con premura su infancia y ahora es cuando comprueba que se dejó a sí mismo
olvidado en ella. Para regresar busca las llaves y no las encuentra.
Podría
recuperarla siempre que llegue a disponer de las palabras justas y necesarias.
Las mismas palabras con que renunció a la infancia. Las mismas palabras, ay,
con que se condenó a traicionarla.
Parafraseando
el texto, ese hombre regresa (o intenta regresar); las llaves que busca y que
no encuentra no lo ayudan en esa labor. Solo las palabras justas -el poder de
las palabras- podrían ayudarlo en su regreso. La infancia perdida es un tema
recurrente en la literatura; encuentra en esta el tema, la fascinación de la
nostalgia y los momentos vividos en los primeros años. El poder de la palabra
es el arma que consagra la renuncia de un estadio (la infancia) para dar paso a
otro: la adultez. Son las palabras las que nos definen y nos permiten vivir
como niños perdidos en una fiel y grácil inocencia; o resignarnos a vivir como
adultos añorando el edén de la infancia extraviada y lo que dejamos de sí
mismos en él.
Calzadilla
es un autor que en muchos de sus textos se confronta a sí mismo, se mira, duda
de sí; o al menos así lo hace sentir la voz que habla en ellos. El texto “La
duda” lo confirma:
En
muchos episodios de mi vida la duda se me apareció y pude verla enteramente, de
arriba abajo. No tenía ojos, no tenía cuerpo, no tenía manos, ni párpados, no
tenía alma. Apenas, en algún lugar invisible de ella misma, pude encontrar,
brillando cual óvulo de la nada, su mente en blanco. ¡Dios, cuán grande era!
La
duda, eso que representa la incertidumbre en la vida de un individuo, es puesta
en escena a propósito de objeto inerte, vacío, sin alma. La duda como ente
inasible, pero con la grandeza de ser hallada en la nada del hombre; esa nada
que como bien lo dice Hegel, tiene la misma falta de determinación que el ser.
Y que Heidegger sostiene como el elemento sobre el cual se soporta la
existencia, y revela la naturaleza existencial de la angustia.
La
ilusión se transforma en un juego sardónico en el que lo cotidiano funciona
para que el sujeto se dé cuenta de la inutilidad de querer alcanzar la
perfección. Así lo vemos en “La perfección es un imposible de lo posible”, uno
de los textos de Principios de urbanidad:
Tal
como unos campesinos que esperan toda la vida a que por enfrente de sus casas
pase el trazado de la carretera que conduce a la civilización, así viví yo:
arrimado a la ilusión de alcanzar la perfección.
Ah,
una ilusión de la cual yo sabía de antemano, como en el fondo, respecto a la
carretera, lo sabían también los campesinos, que no me llevaría a ningún lado.
¡Idiota!,
nada que hayas hecho está a la altura del deseo de alcanzar la perfección que
abrigabas mientras lo hacías. Alcanzar la perfección hace que pienses demasiado
en alcanzar la perfección.
Calzadilla
nos confronta desde lo breve con lo más profundo de las relaciones humanas;
evalúa el contexto, las circunstancias del ser a partir del recurso de la palabra,
cuya forma se adhiere a un conjunto de enunciados que terminan por convertirse
en una manera de decir, de estar y de sentir, no solo del propio sujeto
creador, sino del mismo lector que finalmente termina enfrentado a su propia
lectura de mundo.
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