-Camilo Morón-
Ocurre que ocasionalmente los caminos se encuentran, lo que no suele ocurrir tan frecuentemente es que se encuentren los reflejos. La obra de Juan Calzadilla es plural, generosa, y ha seguido rumbos que para los ojos no habituados a los paisajes inagotables, pueden resultar contradictorios o, cuanto menos, divergentes. En la tienda de libros usados del recordado J. Santos di por pura casualidad con un libro desnudo, como si le hubiesen arrancado la piel al quitársele la portada, un libro de páginas amarillas, de bordes roídos por la humedad, el tiempo, los grillos y los ratones andinos... Entonces, al abrirlo, me enteré con sobresalto de que Juan Calzadilla, el atinado crítico de arte, el historiador escrupuloso, el ensayista de prosa amonedada, me enteré entonces, enfatizo, de que era Poeta. Y fue un descubrimiento como si un rayo cayese de un cielo despejado. Pero este era un secreto a voces: lo sabían los abogados que trasnochaban madrigales, los contados estudiantes de medicina con una pátina superficial de lecturas ajenas a sus gruesos y espantosos volúmenes de anatomía, los hongueros entusiastas de la bohemia merideña, los artistas en ciernes y los artistas consagrados. Y sobre todo lo sabían mis profesores, quienes le habían conocido en los años de la juventud en que quería tomar por asalto el cielo, en los años de las décadas prodigiosas de los 60 y 70.
Estas líneas están pensadas para los poetas que desconocen que Juan Calzadilla es historiador. Espigaré en este campo algunos pasajes que ilustren al Calzadilla que entonces conocí y a quien el descubrimiento de aquel libro despellejado casi me lo pinta infinito. En
Reverón, el Mito y el Mono, escribe Juan —me permito la confianza porque un poeta debe ser considerado antes que nada como un amigo, y un historiador y crítico de arte como un amigo un poco más severo—: “De algún modo se hubiera podido pensar que más que un pintor Reverón era un gran actor. Era ante todo un hombre de teatro, conforme nos lo presentaba la leyenda y, mejor aun, esa existencia real que las monografías inútilmente se empeñan en aclarar. En principio, observamos la farsa que él ha montado alrededor suyo, en medio de la espuma del mar que baña sus barbas, mientras trata de aproximarse a sí mismo construyendo su caparazón de caracol para escapar a los charlatanes, los turistas y los comerciantes de cuadros, de cuya presencia, sin embargo, no podrá librarse jamás su miseria. Se respira en torno un aire de tragedia, a donde ha venido a dar ese inofensivo juego de duendes que comenzó cuando Reverón era un niño y jugaba con los pomos de maquillaje de su madre neurótica, que era también actriz fracasada. Encontramos el humor propio del comediante y, por sobre todo, la voluntad de restituir el mundo a su origen, que es la actitud firme del que decide ser protagonista de su obra, aunque se sacrifique a ella en una impersonalidad que en Reverón se funde con la claridad soberana del mar”. Con trazo ágil e impresionista pinta el universo imaginario y hermético que el artista ha elegido como morada; una mirada sobre la sociedad burguesa muerde con ironía. El crítico se hace cómplice de la farsa y su mirada expectante se conjuga con la puesta en escena, decodificándola.
Y más adelante, haciendo cita de la referencia, leemos: “Contramaestre imagina a Reverón como ese gentleman que en su poema dispone de un yate privado para ir los domingos ‘a tomar el aire de las gaviotas’. Reverón es asediado por las bellas visitantes del Macuto Sheraton que le piden autógrafos, mientras él, con aire fingidamente huraño, como si estuviese representando, sin quitarse las gafas, da los últimos toques a un paisaje submarino, vendido de antemano. Frente a cada gesto del pintor deberá oírse el consabido coro de ‘¡oh!’ de las bañistas que admiran en él menos el cuadro que está pintando que el torso de Burt Lancaster (es el actor elegido en este momento para la reconstrucción histórica del pintor). Frente a esos ademanes sueltos sólo faltaría la cámara de TV, porque en el fondo (Contramaestre lo deja entrever) Reverón hubiese podido ser un animador genial”. El hipotético ensayo de Carlos Contramaestre de convertir en héroe de la farándula a “un miserable pintor para poner de acuerdo la fama de su obra con las tristes peripecias de su vida descalabrada”
—Armando Reverón. El Hombre Mono—, es dispuesto como un barroco juego de espejos en el que Calzadilla, cual Velázquez en unas Meninas modernas y tropicales, dispone el decorado y la trama: en primer plano, una imagen desplazada de Reverón desde su miseria original a los panteones de una fama ornamental, ceremoniosa y acartonada; en segundo plano, el juez y guía de la sociedad de masas: la TV, sacerdotisa de la cultura del espectáculo, omnímoda, omnipresente, omnipotente; y, finalmente, todos nosotros, espectadores de un show de Renny Ottolina ahistórico e intemporal.
Juan, reincidente de la vigilia y visitante desde el ensueño, volverá, con el paso de tiempo, una y otra vez, a la casa de Reverón. En Castillete, un protagonista silencioso, escribe: “Los restos de la estructura arquitectónica desarrollada por Armando Reverón para vivir y crear en una morada cosida al cuerpo, según las necesidades de su desplazamiento frente al lienzo y la vida, constituyen hoy [1997] un hito de nuestro patrimonio cultural. La casa de Macuto donde resultara la eclosión de esta obra fundamental es la representación objetivada del mundo interior del artista... Concebido en principio como vivienda y taller, el Castillete de Macuto transcendió esas meras formulaciones vitales para convertirse con el tiempo en la representación física del universo de Armando Reverón. Testamento, morada y reino de su utopía, albergue de sus múltiples objetos, circo para el juego y plataforma teatral, el Castillete recupera para nosotros la imagen de una arquitectura orgánica desde cuyo ámbito solar la obra del artista concentra e irradia hacia el exterior la energía que le comunica una sabia, constante y metódica interacción con la naturaleza”. Y páginas más adelante, precisa en un juego de reiteraciones: “Reverón se movió en este espacio como si su casa fuera de la naturaleza. El Castillete en pleno era para él parte de la naturaleza. Pues no establecía límites entre él y lo que lo rodeaba. Lo que rodeaba, la naturaleza, era también parte de él. Y se esforzaba en comprenderla”.
II
Decía Wilde que una manera de vencer sobre la tentación es sucumbir a ella. Venzo la tentación que supone para mí escribir sobre el momento en que supe que Juan Calzadilla era poeta y hablo de aquel libro desollado: Ciudadano sin fin es un libro dos veranos mayor que yo, fue publicado por Monte Ávila en 1970; es una antología que reúne poemas de Dictado con la jauría (1962), Malos modales (1965), Las contradicciones naturales (1967) y Ciudadano sin fin (1969). En la misma tienda de libros usados encontré suelta la contraportada donde leo: “Fue una poesía donde la palabra quiso ella misma testimoniar sobre la violencia social encarnándola en las condiciones en que el creador aceptó el reto de la realidad para hacerla objeto de su lenguaje primordial. Escrita casi siempre en forma de monólogo, en primera persona, la poesía de Calzadilla describe acciones absurdas e irreversibles atribuidas a un personaje mítico, oscuro, sin papel en la sociedad, el ciudadano sin fin del título del libro, sujeto alienado por sus relaciones monstruosas con la ciudad, privado de convivencia y destino”.
El ciudadano sin fin de lo cotidiano, ficha anónima, peón en el ajedrez urbano, es pintado en una galería de retratos sin rostros: “diariamente soy empujado a ser otro / y el papel me va bien / Los modales de reptil con que cubro las apariencias abruman la soledad de mis trajes desmedidos, arruinan el efecto de mis máscaras”. En Los métodos necesarios: “las costumbres han hecho de mí un ser abominable / impaciente, aguardo todo el día como un funcionario privado del sueño a quien se le obliga a permanecer amarrado eternamente a su silla”. Y allí, en ese retrato erosionado por la rutina, florece la violencia: “...me reconozco en mi córnea de salamandra furiosa / me reconozco en la selva urbana que me propone una máscara / para dar los buenos días desde una claraboya demasiado alta / me reconozco en la oscuridad donde dejo de verme y en medio de mi alegría cifrada por los despojos de miseria que apuñala mi ojo”.
Por las noticias que nos da este libro, al mismo tiempo que nos enteramos de que Calzadilla fue uno de los miembros fundadores de El Techo de la Ballena, se nos descubre que nació en Altagracia de Orituco; y este dato aparentemente vano, es clave: explica el deambular de Juan por Venezuela como si estuviese a la caza de una casa. Su silueta delgada se le ha visto llevada por los vientos en La Vela de Coro, proyectar su sombra puntual en mitad de los rigores solares de Curiana, la antañona Santa Ana de Coro. Los cabellos de otoño y plata riman con el perfil de la Cordillera Andina, la plaza Bolívar de Mérida atestigua su peregrinar bohemio en el frío purpura de la noche constelada.
Fue en Mérida donde firmamos un Manifiesto que Calzadilla nos propuso en defensa de la poesía como expresión de la condición humana, “...de lo que se trata ahora es de encontrar poetas que sepan decir presente, poetas que deseen juntarse al resto de los mortales para luchar por sus causas...”.
El nacimiento en un pueblo también explica —o cuanto menos ayuda a entender— un rasgo constante en los poemas reunidos en Ciudadano sin fin: un como antagonismo ante la ciudad. La ciudad es un leviatán: “como Jonás lleno de incertidumbre / moré en el vientre de la cuidad / esto sucedió una vez y siempre / en las cuatro estaciones de mi vida”. En Vivo a diario, la ciudad se perfila como el apetito insatisfecho de una deidad pagana: “...y río primero sin llegar a ser el último / y río de último siendo el primero / río de miedo-pánico y de hambre canina cuando la ciudad hace la digestión de sus víctimas / que sueñan sin poder dormir / y que duermen sin poder soñar”. En Ciudad sola: “Al llegar, el viajero busca alojarse en el más antiguo hotel, sin siquiera percatarse de que la ciudad fue abandonada desde hace mucho tiempo. Y es que esa impresión de ruina y soledad que descubre por todas partes resulta apenas comparable con su tristeza de visitante”. Una ciudad abandonada en la que “el viajero ha tomado la determinación de instalarse”. Pero la ciudad es acechada desde sus entrañas por este ciudadano infinito: “Espléndida ciudad bendice las alcantarillas / y las cicatrices de tus muertos acércame el cuchillo / soy reo que empuja una piedra de centella / demasiado grande hacia el borde inalcanzable de un abismo / y espero que ésta no sea mi única oportunidad / y espero que ésta no sea mi última oportunidad”.
Desde aquellos días en que la juventud quería tomar el cielo por asalto y el ciudadano sin fin acechaba desde las entrañas de la ciudad caníbal, han transcurrido muchos desvelos y muchos sueños; aquellos sueños de los que el poeta, crítico e historiador del arte, Juan Calzadilla escribiera en Dualidades: “Si duermo ya no soy culpable, excepto si sueño”.
Estas líneas están pensadas para los poetas que desconocen que Juan Calzadilla es historiador. Espigaré en este campo algunos pasajes que ilustren al Calzadilla que entonces conocí y a quien el descubrimiento de aquel libro despellejado casi me lo pinta infinito. En
Reverón, el Mito y el Mono, escribe Juan —me permito la confianza porque un poeta debe ser considerado antes que nada como un amigo, y un historiador y crítico de arte como un amigo un poco más severo—: “De algún modo se hubiera podido pensar que más que un pintor Reverón era un gran actor. Era ante todo un hombre de teatro, conforme nos lo presentaba la leyenda y, mejor aun, esa existencia real que las monografías inútilmente se empeñan en aclarar. En principio, observamos la farsa que él ha montado alrededor suyo, en medio de la espuma del mar que baña sus barbas, mientras trata de aproximarse a sí mismo construyendo su caparazón de caracol para escapar a los charlatanes, los turistas y los comerciantes de cuadros, de cuya presencia, sin embargo, no podrá librarse jamás su miseria. Se respira en torno un aire de tragedia, a donde ha venido a dar ese inofensivo juego de duendes que comenzó cuando Reverón era un niño y jugaba con los pomos de maquillaje de su madre neurótica, que era también actriz fracasada. Encontramos el humor propio del comediante y, por sobre todo, la voluntad de restituir el mundo a su origen, que es la actitud firme del que decide ser protagonista de su obra, aunque se sacrifique a ella en una impersonalidad que en Reverón se funde con la claridad soberana del mar”. Con trazo ágil e impresionista pinta el universo imaginario y hermético que el artista ha elegido como morada; una mirada sobre la sociedad burguesa muerde con ironía. El crítico se hace cómplice de la farsa y su mirada expectante se conjuga con la puesta en escena, decodificándola.
Y más adelante, haciendo cita de la referencia, leemos: “Contramaestre imagina a Reverón como ese gentleman que en su poema dispone de un yate privado para ir los domingos ‘a tomar el aire de las gaviotas’. Reverón es asediado por las bellas visitantes del Macuto Sheraton que le piden autógrafos, mientras él, con aire fingidamente huraño, como si estuviese representando, sin quitarse las gafas, da los últimos toques a un paisaje submarino, vendido de antemano. Frente a cada gesto del pintor deberá oírse el consabido coro de ‘¡oh!’ de las bañistas que admiran en él menos el cuadro que está pintando que el torso de Burt Lancaster (es el actor elegido en este momento para la reconstrucción histórica del pintor). Frente a esos ademanes sueltos sólo faltaría la cámara de TV, porque en el fondo (Contramaestre lo deja entrever) Reverón hubiese podido ser un animador genial”. El hipotético ensayo de Carlos Contramaestre de convertir en héroe de la farándula a “un miserable pintor para poner de acuerdo la fama de su obra con las tristes peripecias de su vida descalabrada”
—Armando Reverón. El Hombre Mono—, es dispuesto como un barroco juego de espejos en el que Calzadilla, cual Velázquez en unas Meninas modernas y tropicales, dispone el decorado y la trama: en primer plano, una imagen desplazada de Reverón desde su miseria original a los panteones de una fama ornamental, ceremoniosa y acartonada; en segundo plano, el juez y guía de la sociedad de masas: la TV, sacerdotisa de la cultura del espectáculo, omnímoda, omnipresente, omnipotente; y, finalmente, todos nosotros, espectadores de un show de Renny Ottolina ahistórico e intemporal.
Juan, reincidente de la vigilia y visitante desde el ensueño, volverá, con el paso de tiempo, una y otra vez, a la casa de Reverón. En Castillete, un protagonista silencioso, escribe: “Los restos de la estructura arquitectónica desarrollada por Armando Reverón para vivir y crear en una morada cosida al cuerpo, según las necesidades de su desplazamiento frente al lienzo y la vida, constituyen hoy [1997] un hito de nuestro patrimonio cultural. La casa de Macuto donde resultara la eclosión de esta obra fundamental es la representación objetivada del mundo interior del artista... Concebido en principio como vivienda y taller, el Castillete de Macuto transcendió esas meras formulaciones vitales para convertirse con el tiempo en la representación física del universo de Armando Reverón. Testamento, morada y reino de su utopía, albergue de sus múltiples objetos, circo para el juego y plataforma teatral, el Castillete recupera para nosotros la imagen de una arquitectura orgánica desde cuyo ámbito solar la obra del artista concentra e irradia hacia el exterior la energía que le comunica una sabia, constante y metódica interacción con la naturaleza”. Y páginas más adelante, precisa en un juego de reiteraciones: “Reverón se movió en este espacio como si su casa fuera de la naturaleza. El Castillete en pleno era para él parte de la naturaleza. Pues no establecía límites entre él y lo que lo rodeaba. Lo que rodeaba, la naturaleza, era también parte de él. Y se esforzaba en comprenderla”.
II
Decía Wilde que una manera de vencer sobre la tentación es sucumbir a ella. Venzo la tentación que supone para mí escribir sobre el momento en que supe que Juan Calzadilla era poeta y hablo de aquel libro desollado: Ciudadano sin fin es un libro dos veranos mayor que yo, fue publicado por Monte Ávila en 1970; es una antología que reúne poemas de Dictado con la jauría (1962), Malos modales (1965), Las contradicciones naturales (1967) y Ciudadano sin fin (1969). En la misma tienda de libros usados encontré suelta la contraportada donde leo: “Fue una poesía donde la palabra quiso ella misma testimoniar sobre la violencia social encarnándola en las condiciones en que el creador aceptó el reto de la realidad para hacerla objeto de su lenguaje primordial. Escrita casi siempre en forma de monólogo, en primera persona, la poesía de Calzadilla describe acciones absurdas e irreversibles atribuidas a un personaje mítico, oscuro, sin papel en la sociedad, el ciudadano sin fin del título del libro, sujeto alienado por sus relaciones monstruosas con la ciudad, privado de convivencia y destino”.
El ciudadano sin fin de lo cotidiano, ficha anónima, peón en el ajedrez urbano, es pintado en una galería de retratos sin rostros: “diariamente soy empujado a ser otro / y el papel me va bien / Los modales de reptil con que cubro las apariencias abruman la soledad de mis trajes desmedidos, arruinan el efecto de mis máscaras”. En Los métodos necesarios: “las costumbres han hecho de mí un ser abominable / impaciente, aguardo todo el día como un funcionario privado del sueño a quien se le obliga a permanecer amarrado eternamente a su silla”. Y allí, en ese retrato erosionado por la rutina, florece la violencia: “...me reconozco en mi córnea de salamandra furiosa / me reconozco en la selva urbana que me propone una máscara / para dar los buenos días desde una claraboya demasiado alta / me reconozco en la oscuridad donde dejo de verme y en medio de mi alegría cifrada por los despojos de miseria que apuñala mi ojo”.
Por las noticias que nos da este libro, al mismo tiempo que nos enteramos de que Calzadilla fue uno de los miembros fundadores de El Techo de la Ballena, se nos descubre que nació en Altagracia de Orituco; y este dato aparentemente vano, es clave: explica el deambular de Juan por Venezuela como si estuviese a la caza de una casa. Su silueta delgada se le ha visto llevada por los vientos en La Vela de Coro, proyectar su sombra puntual en mitad de los rigores solares de Curiana, la antañona Santa Ana de Coro. Los cabellos de otoño y plata riman con el perfil de la Cordillera Andina, la plaza Bolívar de Mérida atestigua su peregrinar bohemio en el frío purpura de la noche constelada.
Fue en Mérida donde firmamos un Manifiesto que Calzadilla nos propuso en defensa de la poesía como expresión de la condición humana, “...de lo que se trata ahora es de encontrar poetas que sepan decir presente, poetas que deseen juntarse al resto de los mortales para luchar por sus causas...”.
El nacimiento en un pueblo también explica —o cuanto menos ayuda a entender— un rasgo constante en los poemas reunidos en Ciudadano sin fin: un como antagonismo ante la ciudad. La ciudad es un leviatán: “como Jonás lleno de incertidumbre / moré en el vientre de la cuidad / esto sucedió una vez y siempre / en las cuatro estaciones de mi vida”. En Vivo a diario, la ciudad se perfila como el apetito insatisfecho de una deidad pagana: “...y río primero sin llegar a ser el último / y río de último siendo el primero / río de miedo-pánico y de hambre canina cuando la ciudad hace la digestión de sus víctimas / que sueñan sin poder dormir / y que duermen sin poder soñar”. En Ciudad sola: “Al llegar, el viajero busca alojarse en el más antiguo hotel, sin siquiera percatarse de que la ciudad fue abandonada desde hace mucho tiempo. Y es que esa impresión de ruina y soledad que descubre por todas partes resulta apenas comparable con su tristeza de visitante”. Una ciudad abandonada en la que “el viajero ha tomado la determinación de instalarse”. Pero la ciudad es acechada desde sus entrañas por este ciudadano infinito: “Espléndida ciudad bendice las alcantarillas / y las cicatrices de tus muertos acércame el cuchillo / soy reo que empuja una piedra de centella / demasiado grande hacia el borde inalcanzable de un abismo / y espero que ésta no sea mi única oportunidad / y espero que ésta no sea mi última oportunidad”.
Desde aquellos días en que la juventud quería tomar el cielo por asalto y el ciudadano sin fin acechaba desde las entrañas de la ciudad caníbal, han transcurrido muchos desvelos y muchos sueños; aquellos sueños de los que el poeta, crítico e historiador del arte, Juan Calzadilla escribiera en Dualidades: “Si duermo ya no soy culpable, excepto si sueño”.
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