Juan Antonio Vasco |
-Juan Antonio Vasco-
Habría que adquirir una gran destreza para sorprenderse de reojo a sí mismo. No sucede a cada instante, aunque les ocurra con alguna frecuencia a los artistas. En estados-límite, quizás con un pie en la razón y el otro en el delirio, el yo aparece escindido. Si el sujeto en quien se da el fenómeno es un escritor, su personalidad pluralizada puede proveer a una pieza narrativa o a una obra teatral todo el ‘reparto’ que necesiten. Es casi obligatorio mencionar a Rimbaud (‘Je suis un autre’ ), y más todavía: «Me habitué a la alucinación simple: veía con toda nitidez una mezquita en lugar de una fábrica, un conjunto de tambores integrado por ángeles, calesas por las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título de vodevil erigía espantos ante mí» (Una temporada en el infierno).
Bicéfalo se inscribe en la
tradición del desdoblamiento, y por añadidura, en la de la metamorfosis. El
autor de estas prosas se refiere desde hace años a la multiplicación de su
personalidad. En Dictado por la jauría (Ediciones de El Techo de la Ballena,
Caracas, 1962, poemas), decía «Diariamente soy empujado a ser otro y el papel
me va bien»; y en otro pasaje «No me conozco. Estoy abolido: Un muñón miserable
ha tomado mi sitio». Más tarde, en Malos modales (Ediciones de El Techo de la
Ballena, Caracas, 1965, poemas) repite Calzadilla «Me he transformado. Soy
otro». Una docena de años y aparece en 1977 Oh, smog (Editorial Equinoccio,
Caracas, 1977, poemas). El texto «Un nuevo papel» empieza con la siguiente
línea: «A veces doy la impresión de haber sido empujado a ser otro/y no reniego
de este nuevo papel». También en Bicéfalo damos de entrada con el mismo tema:
alguien, a quien llamaremos provisoriamente ‹el sujeto del relato›, ha sido
víctima de una metamorfosis e igualmente acepta el hecho: «No puedo rebelarme,
tanto menos cuanto que, como lo he confesado, estoy conforme, estoy conforme».
(Cuando Calzadilla repite, lo hace siempre por pares o ‘dobletes’ expresivos).
Bicéfalo no interrumpe el
pensamiento central (desdoblamiento) de los libros poéticos. Hemos hablado
además de metamorfosis: la palabra evoca a Kafka y no en vano: «tengo la
sensación, o casi la certeza, de vivir bajo la piel de un animal extraño, que
responde al nombre de otra especie» (Bicéfalo, p. 7).
Distinguir entre poesía y prosa,
a estas alturas, puede ser tarea ardua. Pero sin duda alguna Bicéfalo es un
libro de relatos. Todo lo oníricos y delirantes que se quiera pero relatos en
definitiva. Aconteceres que alcanzan existencia entre personajes, provistos en
conjunto por una sola mente.
Bicéfalo me parece uno de los
libros que debemos leer, entre tantos otros más o menos prescindibles que las
prensas lanzan sobre nosotros, como catapultas. Comprendo que estoy recomendado
el libro, ¿pero cuál es la función del [reseñador] crítico, como no sea
recomendar por sí o por no? Su lectura no tiene privilegio intrínseco sobre la
del lector corriente, salvo en dos aspectos: comienza por ser ‘obligatoria’ y
termina en una invitación a leer o a omitir. Salvo que se ejercite, y yo no lo
haré, el álgebra del análisis estructural. Me parece mejor ofrecer un vaso de
agua que dar un papelito con la fórmula H2O.
La lectura aparentemente
obligatoria ha sido voluntaria y gozosa. La composición de Calzadilla se puede
comparar con los monumentos antiguos, para los cuales los artesanos pulían sus
bloques de piedra hasta encajarlos unos con otros a perennidad. Calzadilla
posee el don de la expresión directa. Directa y no elemental, porque siempre es
posible analizar en sus textos diversos planos significativos, vibraciones
armónicas y complejidades que se resisten a la primera confrontación. Es harto
disfrutable esta escritura sin muescas, sin hendiduras, sin gránulos ni
asperezas.
Prosa ceñida y económica, que
tiene una idea clara acerca de sí misma. También es precisa, por lo menos en
cuanto ‘el sujeto del discurso’, aparentemente un psicótico, consigue articular
actos y pensamientos congruentes. El texto comienza con la palabra ‘nada’, lo
cual no significa gran cosa, porque ‘el sujeto del discurso’ no se atiene a
reglas lógicas demasiado estrictas. Da a conocer un planteo
novelístico-delirante y realiza la tarea de todos los personajes. También
describe magistralmente (quiero decir que Calzadilla lo lleva a cabo a través
de esta hechura suya). Dado que los psicóticos no mantienen una conducta
constante, podrá pasar de los monólogos, diálogos y acciones en que entran varios
personajes, a las descripciones clásicas, memorias de niñez provincial, el
permanente aguijón del tráfago metropolitano, episodios rumorosos o
ensordecedores, reflejos que encandilan, deslumbran, enceguecen.
El primer capítulo, dos páginas
de texto, nos invita a considerar que están actuando en él, simultáneamente,
cinco seres. Veo a Juan Calzadilla manejando los hilos de esta historia o,
mejor aún, ejecutando en un órgano de cámara el rol del ‘sujeto’; puesto este
en funcionamiento, se desdobla y nos promete la venida del Guardián, la del
Doctor y la de cierto Enviado. El contradictorio ser encerrado en su celda del
hospicio aparece como víctima, objeto de fuerzas brutales que disponen de él.
En dos oportunidades, durante el corto desarrollo de la estampa, menciona la
decapitación como pena de la cual es objeto retórico o real.
La primera decapitación es una
comparación, una figura estilística. En la segunda, ‘el sujeto del discurso’ ha
perdido la cabeza; sin embargo, dos renglones más abajo se refiere a ella,
despojo caído en un balde, como si perteneciese a una tercera persona. También
nos enteramos de que espera visita: ha de venir el Guardián. Mientras
aguardamos se nos dice que ese visitante adoptará la forma impuesta por la
fantasía del recluso; bien pronto, sin percibir aparentemente contradicción
alguna, se afirma que el Guardián tomará la traza y tamaño que su propia
imaginación de él le dicte. Al concluir la página sabemos que el Guardián no ha
de aparecer encarnándose a sí mismo, sino personificado a un cierto Enviado.
Simultáneamente tomamos nota de que el Doctor es también intercambiable con el
‘sujeto’, el Guardián y el Enviado. Añadamos la figura del Creador, puesto que
Juan inventa al ‹sujeto›, y este se desdobla en otros personajes. El primer
texto finaliza con una evocación del Enviado, sonriente bajo una capa infernal,
echando fuego, apaciguando la candela con sus voces para dejar oír la suya,
mientras agita su látigo: «Bernabé, es la hora de la hora».
Y bien, hemos sido presentados. A
través de unas noventa páginas conviviremos con Bernabé, no solo circunscriptos
por los muros de su celda, sino arrojados junto con él al pánico, el desvarío,
la rememoración. Si huye del hospicio adivinaremos en su relato la persecución,
las agresiones de que ha sido objeto y el contacto intolerable con la libertad.
Nos hablará nostálgicamente de su infancia, lo encontraremos en las calles de
la ciudad, atiborrada de mercancías en las vidrieras de las tiendas y de
automóviles en las calzadas. Intentemos dar un panorama mínimo de todos esos
hechos. Nos parece que en contacto con ellos los veremos integrando el
desarrollo, los materiales y un poco de teoría de esa otredad que anonada a los
personajes de Calzadilla, tanto en su sede lírica como en este primer libro
narrativo. Las estampas que van conformando el volumen muestran diversos grados
?no necesariamente sucesivos? de disgregación psíquica, distintos aspectos de
un personaje que padece la duda atormentadora de su identidad, y más, la de su
misma existencia.
Cuando entran en escena los
objetos y sus nombres, las cosas que enfrentan a Bernabé, los trozos de
realidad concreta que él mira se ordenan en derredor de la lámpara, coronados
por un halo más importante que ellos mismos. Mientras las cosas se quedan
quietas le permiten sentir que existe. «Si comienzan a bambolearse, entonces
aparece la nada. Porque en lugar de ellas, las palabras con que son designadas
esas cosas, las sustituyen». Dentro del hueco dejado por los objetos las
palabras se iluminan, giran, huyen, ejecutando todas las técnicas de los
anuncios eléctricos. En un nivel del texto podemos ubicar la existencia o
inexistencia de los objetos, su cimiento ontológico. Encima flota el lenguaje,
los significantes reemplazan a sus significados. No hace falta recordar que nos
hallamos en la ciudad, pero si por ventura lo olvidásemos, allí están esos
vocablos que, desde el neón, hablan por la noche con los ciudadanos. En el
momento en que las palabras se ponen a girar y huyen como atornillándose en la oscuridad
hasta desaparecer, «entonces es el vacío lo que surge, un inmenso cero, una
suerte de cilindro hueco en cuyo interior se oye únicamente el eco de esas
palabras desaparecidas, un insoportable embudo» («Un insoportable embudo», p.
10).
En «Un muro demasiado alto por
equivocación», Bernabé reflexiona: «Descubro que he tomado mi vida por la de
otro. Y esto viene a ser el origen de mi culpa o de mi mal». Diez renglones más
abajo afirma «No me siento culpable de nada». Parecería atinado asignar a la contradicción
un rol de parámetro, pero no hay que equivocarse. Si Bernabé vive una vida
imaginaria infinitamente matizada se debe a que la lógica no lo ciñe. Se verá
luego, a pesar de lo dicho, que el razonamiento normal no le está vedado, lo
cual añade a su personalidad una riqueza más. Por otra parte, cuando se exculpa
sobreañade una inesperada reflexión: para ser culpable es preciso sentirse
libre, más aún, ‘ser libre en efecto’. Le haría falta hallarse fuera de ese
cuarto que lo recluye para tener la conciencia sin culpa, es decir, estar
exento de sospecha en cuanto a la intención y a la posibilidad de huir.
No hay razones para asombrarse de
que muchos escritores latinoamericanos dejen ver en los sucesivos eslabones de
sus obras, la influencia de la religión. Suele ahogarlos el contexto social,
los acorralan límites inherentes a la condición humana y se ciernen sobre ellos
la atmósfera sofocante del pecado y su culpa, la cólera divina. Absueltos a
medias por la interrelación con un mundo que propone nuevos símbolos,
instalados en las ciudades cromadas y veloces, incorporan otras ansiedades y
miedos, se convierten a la trituradora sociedad industrial o se alzan contra
ella. Pero siempre, en el fondo de sus recuerdos, aparecen las figuras de los
mayores con su halo de religiosidad, y aunque el mundo que se los inflige es
aterrador, las raíces de sus miedos provienen de aquella infancia.
Luego desfilan capítulos de prosa
apasionante, urdimbres de tipografía como espacios grises por donde se pasea
desnuda una imaginación tan libre, variable e insistente que no solo complace:
también preocupa.
La idea de que lo dejen suelto en
una gran selva no promete el regocijo sino el pavor. En efecto, dice que «la
existencia adquiriría para él en ese momento, no la forma de una palabra o de
un ruego, sino de un estremecedor aullido». En este mismo capítulo, que narra
una fuga de Bernabé, perseguido y capturado por el personal del sanatorio,
aparece una imagen que prolifera en los libros poéticos de Calzadilla: la del
ojo: «El árbol del patio estará reflejándose al revés en mi ojo vacío, cubierto
de cristales rotos, de arañas». El tema proseguirá a través del libro,
explicitándose. En la ‘estampa’ que comentamos Bernabé ha estado fugazmente en
un museo, quizás en el transcurso de su escapatoria. (No es casualidad, porque
Juan Calzadilla se encuentra entre los críticos de pintura más destacados de
Venezuela). A la raíz de esa vocación deben vincularse los abundantes y
variados funcionamientos del ojo y de la mirada que aparecen en sus obras. No
solo son menciones del mirar: comportan una capacidad muy afinada de su
escritura para describir lo que se ve o se recuerda. En Bicéfalo también hay
muestras de ese don convertido en maestría por la capacidad creadora del
escritor.
Transcurre el tiempo en la celda.
Ahora entra por debajo de la puerta un trozo de papel, un pedazo de periódico.
Se levantaría a recogerlo pero su aparato locomotor se resiste con empeño,
asume cierta voluntad independiente y opuesta. Gana Bernabé. Inspirado por el
trozo de periódico escribe una frase en la pared. Llega el médico, revuelve
entre los ‘trastos’ de pintor y con una estopa que toma allí borra la escritura
del muro, advirtiendo a su paciente que es tonto manchar la pared, la pantalla
de colores donde bajan a visitarlo sus ángeles. Día tras día, el doctor hace
que Bernabé pinte y grabe el discurso que fluye en su imaginación. Tal vez
recoge así materiales para el tratamiento psiquiátrico. Recordemos a André
Breton, médico: «Me pasaría la vida escuchando las confesiones de los locos».
Emerge en el recuerdo, vívida, la
casa del abuelo. Después se nos señala el color gris que rodea al recluso,
castigo ponderable ahora que conocemos su condición, más todavía, su pasión
eidética y del color. El psiquiatra o tal vez el mismo paciente ordenan y
desordenan cuadros, apoyándolos contra la pared. Se entregan a este juego con
un regocijo infantil, dando saltos y gritos de alegría.
Otras escenas nos muestran la
ciudad, las vidrieras de los negocios, las calles pobladas de vehículos. En
cada una de estas estructuras narrativas y visuales ocurren sucesos liberados
de toda constricción lógica, insertos sin embargo en un decir que aferra al
lector palabra tras palabra.
Aceptemos la imposibilidad de
glosar íntegramente este breve tomo que no llega al centenar de páginas. Hemos
propuesto alguna interpretación, hemos recomendado la lectura de una obra que
nos parece universal en su alcance y nos quedaría solamente, dentro de lo
razonable, transcribir un par de textos.
«De recordarme soñando, no me
acuerdo. Entonces todo debe ser real. Y también es cierto, por otra parte, que
solo lo que se ve con los ojos bien abiertos puede ser descrito fielmente al
grado de que lo evocado sea más nítido y luminoso que lo vivido.
¿Cómo, por qué razón aparecen
ante el ojo esas imágenes? No lo sé. Mejor dicho, hasta cierto momento sé algo.
Cuando el doctor Beeme arrastra el caballete ?y junto con este los bártulos? y
lo coloca frente a mí, comienzo a saber algo. Cuando pone el pincel en mi mano
y se me hace oler un tubo de pintura y ladea mi cabeza ?de este modo? para que
la vista se detenga en el muro blanco, exactamente en la posición que adopto
ahora, todo con esa puntualidad que debe rodear al cariño que un científico
experimenta por su conejillo, hasta ese momento comienzo a saber algo. El resto
lo he olvidado. Pertenece a la vida de esos personajes que se apoderan de la
mía para reclamar, a su vez, una presencia que solo puedo otorgarles a costa de
mi razón».
Disfrutemos ahora de la intensa
felicidad que embarga a Bernabé cuando en su vida, a la vez encerrada dentro de
una celda, ocurren sucesos que lo trasladan al estado de arrobamiento.
«La memoria es como un muro
demasiado alto. Puedo apreciarlo, calcularlo, medir la distancia a que me pone
de la calle, es decir, del mundo, tomar impulso… pero nunca saltar sin correr
un riesgo peligroso, ante el cual me rindo. Entonces no recuerdo. El muro es el
miedo a lo que siempre sobrevendrá. De pronto me interrumpo. Un gran
acontecimiento. Lo prefiero así. El mundo se estremece. Silencio. Ha comenzado
a llover. No antes, sino ahora mismo. No aquí, sino lejos, pero ha comenzado a
llover. Esto es, teóricamente hablando, muy importante. ¡Aunque en la práctica
no me toca la lluvia, ella habla de lejos!, me hubiera gustado manosearla, eso
sí, pero solo la presiento, es todo. La recuerdo fijamente como una buena
lengua en mi mano y entonces toco suelo, estoy de buen humor, me invade una
felicidad momentánea, río a carcajadas, dando vueltas por todo el cuarto.
Cuento sus sílabas de agua, mi oído escucha una conversación: mi nombre dicho
en voz alta. Me llaman. ¡Son los Ángeles, doctor, los ángeles! ¡Han vuelto!»
Ahí queda Bernabé empapado en la
aterradora felicidad de la locura. Bicéfalo nos ha introducido en su universo,
quizás más apropiado que el nuestro para desarrollar hasta el límite las
capacidades potenciales del ser. Y que espanta, sin embargo. Solo un gran
artista tiene el valor de enfrentarse con ese mundo del fulgor y el
estremecimiento. Hoy ese gran artista se llama Juan Calzadilla.
JUAN ANTONIO VASCO (Buenos Aires,
1924-1984). Poeta y ensayista argentino. Después de una corta militancia en el
grupo/revista A partir de cero, y de publicar en Buenos Aires su poemario
Cambio de horario (1954), Vasco se estableció en Caracas como vendedor y agente
publicitario. Fue entonces cuando entró en contacto con varios escritores y
pintores venezolanos, vinculados a la revista Sardio y a El Techo de la
Ballena, en Caracas; y a la revista Poesía, en Valencia. Durante diez años de
permanencia en el país, el poeta argentino publicó algunos de sus principales
libros y escribió ensayos sobre escritores venezolanos. En la década de los 60,
vivió alternativamente entre Caracas y Buenos Aires. Es autor de los poemarios
El ojo de la cerradura, Destino común, Pasen a ver, entre otros. El último
libro que publica en vida, en 1984, es Conversación con la esfinge, estudio
sobre la poesía de Octavio Armand. Póstumamente, se publica su libro Parranda y
funeral (1992), bajo el cuidado de Juan Calzadilla.
~
El ensayo de Juan Antonio Vasco
sobre Bicéfalo fue escrito en Buenos Aires en 1978. Permaneció inédito desde
entonces en los archivos personales del poeta Juan Calzadilla. La transcripción
estuvo a cargo de Néstor Mendoza. Graciela Yáñez Vicentini realizó la revisión
del texto. El encabezado fue diseñado por María Betania Núñez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario