-David Cortés Cabán-
Yo no creo que el poeta sea injusto con sus emociones
porque las explote. Más bien
frente a éstas actúa con miedo y pudor,
celoso y confiado en que las palabras harán el resto,
sabiendo que más allá del limitado poder del lenguaje
querer abarcar lo imposible conlleva
derrota y humillación.
J. C.
No es de extrañar para los que se acerquen a la poesía de Juan
Calzadilla (1931), enfrentar un lenguaje que transgrede el sentido de lo
nombrado para conducirnos a una expresión que va más allá de lo que implica el
acto creativo. No ya en el sentido absoluto de las cosas, sino en el del doble
sentido o el sentido que podríamos atribuirle a las cosas que se ven a la luz
del humor y la ironía, elementos de una visión de mundo que parece cuestionar
nuestro modo de acercarnos a la lectura de este autor. Su libro más reciente,
Poesía por mandato, Antología personal (1978-2012)[1] recoge composiciones
inéditas y poemas de libros publicados entre 1962 y 2013. Más de cincuenta años
de infatigable e ininterrumpida creación de un imaginario que genera siempre
una postura novedosa y un modo muy particular de escribir y sentir la poesía.
Dividida en cinco apartados, y con textos que provienen de veintidós
libros, esta antología nos ofrece un panorama total de la magnífica obra que ha
elaborado Juan Calzadilla a través de los años. Refleja la lucidez y
profundidad de un poeta que nos hace reflexionar sobre el sentido de la realidad
y de la poesía misma; incluso de los valores que condicionan nuestra actitud
ante el mundo. Es decir, lo que sentimos y responde a nuestra relación con el
entorno. Lo que germina en nuestra interioridad, pero no decimos. La percepción
de una realidad que se multiplica en infinitas y sorprendentes posibilidades
interpretativas. Y es que la obra de Juan Calzadilla nunca nos deja al margen,
sino al centro de una visión de mundo cuyos valores éticos y estéticos implican
otra mirada, otra actitud ante el lenguaje y las cosas que sostienen su mundo.
Y su mundo nos conmueve porque en cierta forma nos sentimos íntimamente ligados
a lo que proclama sin regodeos ni glorias su palabra. La dimensión de una
escritura que se resiste a aceptar las apariencias de lo que vemos descartando
todo hermetismo para proyectar la condición del poeta y su obra. Por eso,
muchas de las referencias de esta escritura las hallamos en el ámbito de la
cotidianidad y en los contrastes de ese espacio exterior que la refleja. Esto
es lo que demarca los límites entre lo que siente el poeta y lo que sucede más
allá de esa visión sujeta al hilo de las palabras. La imagen que nace de esa
mirada acaba siempre por hacernos reflexionar sobre lo que ocurre en el diario
vivir y lo que adquiere su particularidad en el lenguaje. Creo que para Juan
Calzadilla ?alma noble consagrada a la pintura y la escritura? la poesía parece
una esfera de múltiples referencias en las que se cuestionan sutilmente todos
los aspectos de la vida comenzando, sin duda, por la suya como paradigma de su
propia realidad.
Hay en la obra de Juan Calzadilla toda una dimensión que nos indica un
movimiento, una concepción del acto poético que parece esperar del yo lírico
mucho más de lo que implican las palabras. Algo que aunque se dice en un tono
bastante directo, proyecta una voz que impacta como un boomerang al sujeto que
la formula. En otras palabras, una mirada que refleja la identidad del yo como
reflexión, pero también como continuidad e incertidumbre de esa realidad:
[…]
Mi movilidad es lo que hace que viva.
Es, así pues, mi carta de triunfo.
Pero ¿por qué tengo yo que ir más de prisa
y dar cuenta de los frutos de mi rápida incursión
en esta vida, de las ganancias y las pérdidas
que en el trayecto hice?
(¿Por qué tengo yo que ir más de prisa?, p. 5)
La movilidad es, en cierto modo, la revelación de esa continuidad que
nos transmite el mundo exterior y la intimidad del yo lírico. Lo que nace como
exteriorización de esa experiencia: las ganancias y las pérdidas ?en el sentido
estético y espiritual de la palabra? de ese mundo. Todo bajo el ímpetu creativo
que proyecta la imaginación del poeta: “Deberíamos atrevernos a narrar con lujo
/ de detalles todo lo que nos pasa por la mente / en una especie de diario
donde nada real sucede” (7). Pero ciertamente, no todo lo que “pasa por la
mente” del poeta culmina en un hecho poético, aunque sabemos que esa
cotidianidad contiene la esencia de las cosas que están latentes en su obra.
Por eso los temas de su escritura también están marcados por la soledad y la
angustia como consecuencias de esa realidad. Es ahí donde la poesía misma se
convierte en una tabla de salvación. Sobre todo en la dimensión de una poesía
que aunque impregnada de ironía y humor no deja por eso de manifestar un sentimiento
de dolorosa incertidumbre sobre las cosas que obsesionan al escritor:
Yo tenía como ocupación habitual pasar de largo.
Dejaba atrás las ciudades, las multitudes,
las plazas, la campiña y la recta que conduce
al horizonte y su curvatura plana.
Lo cierto es que dejaba bien atrás al tiempo
como si ya no me perteneciera.
Y además, el presente, el porvenir, los buenos
y malos augurios, los muertos en sus parcelas,
las máscaras, los trajes, el exilio,
los huesos frotados por el timbre de las lluvias,
el temor, el éxito y las calamidades,
los claros entre la maleza y la muralla,
quién duda de que eran un recuerdo bien lejano.
Memoria, te nombraré de última,
ah viejo reloj estropeado.
Quién mejor que yo sabía que mi programa
era pasar de largo
y que si algo llevaba conmigo
era mi deseo de pasar de largo.
(“Incluso frente a mi vida yo pasaba de largo”, p. 15)
Calzadilla 3El sentir de ese “pasar de largo” apunta hacia un
sentimiento que sitúa al sujeto lírico dentro de una visión recelosa de la
vida. ¿Qué es lo que retiene ese pasar de largo en la dimensión del tiempo? Una
imagen, un recuerdo, un paisaje que hace legible lo perecedero. La visión
inconfundible de un yo que depende de las palabras para precisar la presencia
de sus pasos. Por lo demás, la memoria ya parece sentir la vastedad del tiempo.
Lo nombrado transcurre como la descripción de una figura que pasa de largo como
si de este modo evitara ser objeto de atención. Pero el anhelo de “pasar”
responde también a una referencia del ser ante el escenario que contempla. La
imagen de ese espacio proyecta lo que existe más allá de las apariencias. De
modo que lo que existe, lo que se desprende de esa visión y se fragmenta en el
lenguaje es también lo que constituye su presencia. Una realidad mucho más
compleja de la que percibimos. Por eso la conciencia no busca asumir una
actitud que transforme el sentido de la vida o las cosas que atraviesan la
cotidianidad del poeta. En esa travesía su ironía será un escudo contra la
dureza del mundo y las apariencias y artificios de la cotidianidad:
El horizonte solo es accesible
a las lejanías.
Pone siempre entre él y nosotros
las distancias.
De nada vale que te precipites
a darle alcance.
Cuando llegues, ya se habrá
mudado a otro horizonte
que como tú es también voluble y errático.
(“Los horizontes son nuestros brazos”, p. 53)
El horizonte infinito es una imagen que sostiene la presencia del
hablante en diálogo continuo con su mundo. Lo íntimo y lo lejano representado
en la fugacidad de aquello que busca iluminar la palabra. Ese horizonte
revelado en la condición temporal del ser recoge el transcurrir que retiene su
realidad y penetra su condición humana: “El camino se recorre a sí mismo. / No
eres tú el que lo recorre. / Tú te recorres a ti mismo” (p. 56) En lo íntimo de
ese “recorrer” late indudablemente la reflexión que legitima la condición
pasajera del ser. El horizonte cambiante y movedizo donde se desplaza su
presencia. Por eso el poeta no puede permanecer inmutable, ni indiferente al
tiempo y las cosas. Dice lo que siente no para sustituir una realidad por otra,
sino para expresarla como sustancia de su vida en conformidad con el tiempo que
le ha tocado vivir.
Tú
que celebras, ¿has notado alguna diferencia
de ayer a hoy? ¿Por qué tanto alboroto?
Asómate, observa la calle y dime
si en este día de año nuevo todo no continúa igual.
Tu mirada y las cosas que ves permanecen
a la misma distancia de ayer, unidas por una línea recta
a través de la cual tus ojos dan por conocido
todo lo que encuentran en esa dirección.
El cielo sigue siendo de un austero azul neutral.
No hay nada nuevo en la forma en que
el sol lame la pared de enfrente. De eso mismo
se ocupaba ayer. ¿Y acaso ha adelantado en su tarea?
¿Qué te hace pensar
que flota en el ambiente un matiz especial
de cuya condición efímera se desprenda
un estado de ánimo más optimista y diferente
al de ayer? ¿Qué es eso de salir a dar gritos
por la calle? Esta mañana los acontecimientos
sin presentarse duermen a pierna suelta.
El azar mantiene en secreto su próximo paso.
Dependemos mucho más de él que de nosotros.
Voltea y observa en tu cuarto la pared
donde el almanaque cuelga en su sitio, sin moverse,
a la par del tiempo que con su ir y venir
hace que las cosas, inmóviles también,
se resistan a cambiar, cubriéndolas
con su manto polvoriento.
El espacio que habitas es el mismo.
Tú también.
(“Poema de año nuevo”, pp. 69-70)
¿Qué es lo que notamos en este poema en el que el tiempo toma dominio
absoluto de lo que vemos como si lo nombrado negara el sentido de la realidad?
¿Quién está en esa habitación y quién es el que mira a través de esa ventana?
¿Qué sugiere esa mirada que parece aceptar lo permanente como una consecuencia
del azar?: “Asómate, observa la calle y dime / si en este día del año nuevo
todo no continúa igual”. Lo que el hablante recoge desde esa habitación es un
paisaje retenido en la mirada: el ruido, la celebración del nuevo año, el cielo
azul, la mañana, los mismos acontecimientos. Toda una realidad exterior que
filtra un espacio en el que las cosas proyectan su condición intransferible. El
pasado y el presente fundidos en una misma imagen que se desliza en un tiempo
indiferentemente y lineal. Esto es precisamente lo que sugiere el poema. Un
estar en el que la materia parece resistirse al tiempo que la consume. Un
tiempo ordenado por un azar insoslayable como si lo desconocido alternara con
nuestro paso por el mundo y como si lo inanimado fuera parte de ese ir y venir
que concreta la existencia: “El azar mantiene en secreto su próximo paso. /
Dependemos mucho más de él que de nosotros”. El azar representa el territorio
desconocido del acontecer humano. Un modo de reflexionar sobre el tiempo y las
consecuencias de su negación. La vida misma presentada como incertidumbre y cuestionamiento
de una realidad en que la certeza de lo visto se ha convertido en algo lejano y
polvoriento, como si no existiera un antes ni un después, como si todo
permaneciera estático en un mismo lugar:
Voltea y observa en tu cuarto la pared
donde el almanaque cuelga en su sitio, sin moverse,
a la par del tiempo que con su ir y venir
hace que las cosas, inmóviles también,
se resistan a cambiar, cubriéndolas
con su manto polvoriento.
El espacio que habitas es el mismo.
Tú también.
Este sentimiento revela la realidad del sujeto poético, su estar frente
al tiempo. Esto no constituye, por supuesto, la negación de su temporalidad.
Hay más de una perspectiva que caracteriza esta relación en la atmósfera de
estos poemas. En ellos el conocimiento de lo que vemos parece reflejar un
sentido impersonal que paradójicamente alude al vivir del poeta y la
experiencia de la escritura. El lenguaje mismo será lo que sostiene su
presencia dentro de esa visión de mundo. El esfuerzo por concretar una imagen
que satisfaga su necesidad son indudablemente parte de esa intensidad que
impone la creación: “Desconfía de lo que brota repentinamente / pero también, y
aún más, de lo que necesita / mucho tiempo para madurar”, dice en estos versos
(p. 76). Y más adelante: “No escribo sobre aquello que pasa por mi cabeza. /
Más bien escribo sobre aquello / por lo que mi cabeza pasa. / Vivo solo
encerrado en mi cuerpo. / Yo soy mi universo y mi solo firmamento”. (p. 85) Ese
pasar sobre las cosas es precisamente lo que manifiesta el poema como una
respuesta a lo permanente y definitivo. Una idea que rechaza el concepto de esa
perfección que busca particularizar la escritura. Pues la misma experiencia y
conocimiento de la realidad nos sitúa frente a una imagen poética que siempre
va más allá de la razón que la sostiene. Así mismo dentro de esa perspectiva,
admite más de un modo de interpretarla. De un lado está la distancia: la mirada
objetiva que retiene el instante de lo contemplado; y por otro, lo que la
imagen misma integra como aceptación o negación de esa experiencia. No es que
exista una contradicción entre la imagen y lo que se observa, lo que importa es
lo que arroja esa mirada como referencia y reflexión de esa realidad:
Cuando salgo de casa llevo conmigo a las palabras.
Entonces comienzo a descubrir las cosas,
veo esto y aquello con asombro de neófito en una ventana.
O quizás no veo ni descubro nada nuevo y asombroso
sino que nombro y nombro.
Por eso fue bueno traer conmigo a las palabras.
Fue útil tenerlas a mano, conmigo, en alguna parte
de mi mente
para comprobar
que todo lo que descubro se reduce a ellas.
II
Muy
hermoso debe ser el paisaje
que elogias tomándote el trabajo de señalármelo
con la mano para que lo vea. Pero
yo sólo estoy viendo
aquello en lo cual pienso.
Bastante ocupado me tiene mi propio paisaje.
No un paisaje propiamente
sino un lugar en mi mente.
(“Nombro, no descubro”, p. 86)
El asunto del poema configura otra perspectiva, demanda mayor atención
por la intensidad de la imagen que incorpora. No de la imagen que nace de la
voluntad absoluta del poeta, sino de esa visión que se transforma como un
espejismo que adquiere en la distancia otra dimensión:
¿Es que volaron antes de que nos diéramos cuenta
de que podían hacerlo sin necesidad de tener alas?
¿O fue que nuestras miradas se las prestaron?
Así el poema.
(“Los pájaros”, p. 89)
Cazadilla 1El juego intuitivo entre el vuelo del pájaro y el poema
despliega una imagen que por sí misma manifiesta el proceso sutil de la
creación. El cuestionamiento que orienta el trasfondo del poema refleja su
estremecida realidad. Lo que aspira poseer el hablante en el plano estético del
lenguaje. Allí se funde la fugacidad de ese “vuelo” cuya imagen sintetiza la
naturaleza del acto poético. Parece que el sentido de la escritura se desdibuja
hasta trazar la ilusión de otro paisaje. Así lo sugieren los siguientes versos:
“Que se oponga pero que deje ver / Como la verja, no como la pared.” (“La realidad”,
p. 96). Y así mismo la intención de los versos: “Que refleje pero que deje ver
/ Como el cristal, no como el espejo.” (“El poema”, p. 97). Precisamente este
reflejar retiene el sentido que intenta presentar esa realidad. Las cosas que
vemos o imaginamos a nuestro alrededor, lo que pasa por nuestros ojos ante la
sostenida contemplación de un paisaje que busca plasmar la esencia de lo
contemplado y no las apariencias:
Sentados
en el barranco vemos la cascada
cayendo como sílabas blancas
fija sobre las grandes lajas
tal si una lengua oscura recobrara en el chorro
el uso de la palabra.
Y si enmudecemos nosotros es sólo para percibir mejor
cómo en la columna de agua una voz sin descanso
repite nuestros nombres,
insistentemente. ¿O será que la naturaleza, acaso oscuramente,
sin obtener respuesta, nos habla?
(“La cascada”, p. 105)
Esta visión que vuela como una ráfaga deslumbrando la conciencia,
enriquece el sentido de esa contemplación. Nos comunica el lenguaje que el
hablante descubre en la cascada. Lo que allí se percibe sugiere una realidad
mucho más profunda de la que pensamos. Y en efecto, esto es lo que ?desde mi
punto de vista?, busca comunicarnos la poesía de Juan Calzadilla. Este sentir
lo ha advertido también el poeta Luis Alberto Crespo al señalar que: “Desde sus
orígenes, dicha obra se ha orientado hacia esa determinación: convencernos de
que somos unos ilusos en nuestro afán por atribuirle a las formas y a sus
sombras, a lo visible y lo impalpable, a la vida misma y su tránsito
metafísico, una propiedad personal que no nos merecemos y que, lo que es peor,
usurpamos”.[2] Todo lo que rodea al sujeto poético proyecta una sensación
ambigua como si la naturaleza misma reclamara la necesidad de ser abordada
desde esa pasajera condición que constituye su esencia y su levedad. Pero la
ambigüedad que opera sobre esta concepción poética vuelve sobre sí misma para
cuestionar la humanidad del hablante en relación a su escritura y a la función
que ésta realiza. Ambas se funden en una visión cuya claridad queda flotando
sobre la palabra y las referencias que cruzan su camino. En cierto modo, es lo
que deja entrever esta poesía y lo que ella proyecta como expresión de la vida:
La poesía solicita de mí mucho más
espacio del que puedo dispensarle,
y también mucho tiempo de mi vida.
Mucho más del que me queda.
Y yo no hallo qué acordarle.
Ni qué primero y qué después.
No sé si tiene sentido preguntárselo.
O si está bien que sepa
que no tener qué darle
es ya darle.
(“Solicitud”, p. 113)
La demanda de ese espacio creativo parece reflejar también un examen de
conciencia. Una conciencia que no oculta el estremecimiento de la palabra y de
su profunda generosidad. Por eso la poesía impondrá sus propias exigencias.
Confirmará la condición humana del hablante poético en la imagen que proyecta
ese lenguaje del mundo:
Un día te encontraré en la escritura.
Y ya no será un camino torcido
sino sencillamente el que conduce a ti.
Yo confío en que por ese sendero
llegue a rozar un día la posteridad.
Sé que no será un viaje corto
que garantizará después de todo
que el prodigio que me negó esta vida
será recompensado en la otra.
Puesto que como ya se ha dicho
sólo se es poeta después de morir.
(“Un día te encontraré en la escritura”, p. 116)
La poesía es la más honda expresión del ser y la huella de su
transitoriedad. En el proceso de la escritura el poeta dejará también ver sus
circunstancias personales. Lo que el lenguaje mismo concretará en afanoso
diálogo con las cosas que lo rodean, con la realidad del momento, en el perfil
que personaliza su paso por el mundo. En un mundo donde la pompa y la vanidad
suelen triunfar sobre los verdaderos valores de la vida, el poeta se reserva un
espacio para permanecer fiel a lo que siente. La intensidad de su palabra será
un encuentro conmovedor consigo mismo, una reflexión del yo frente al olvido
y/o frente al reconocimiento de esa aventura que encierra la poesía: “Yo confío
en que por ese sendero / llegue a rozar un día la posteridad”. La ironía del
verso responde a la percepción de nuestra época, a la imagen que sostiene el
leve acontecer del poeta allí donde el silencio de su palabra lo habita y lo
retiene ausente del mundo:
No puedo imaginar el tiempo,
ni el tuyo ni el mío.
Mucho menos podría definirlo
para adecuarlo a una situación
que entretanto ya habrá pasado.
Basta de pedirme que dé la cara
a fin de que la gente sepa a qué atenerse
respecto a lo que soy o no soy.
Basta de corporizarme
en cuanta ocasión se presenta
con la consabida frase:
“Soy fulanito de tal”
para que obviamente el otro
pueda formarse su opinión:
“Sí, es un bípedo, vale decir, un animal”.
Solo si trato de definirme
creo poder encerrar el tiempo
en mi idea de la medida del tiempo.
Vana ilusión. Con eso únicamente
estaré construyendo una frase.
Pero si ensayo vivir a tiempo
entonces ¿qué sentido tiene
ocuparme de la definición?
(“Del tiempo como metáfora”, p. 155)
El tiempo, “la medida del tiempo” como un acto de reflexión actúa
también sobre el hablante como aventura y exploración del yo. Lo que
caracteriza su presencia resume además su actitud irónica ante la vida. Pero el
poema no está escrito para enfatizar la noción del tiempo, sino para burlarse
de cómo definirlo. Tampoco busca despojarlo de su significado, sino más bien
para contradecir la ironía de esa mirada que cree reconocer lo más recóndito
del ser: “Solo si trato de definirme / creo poder encerrar el tiempo / en mi
idea de la medida del tiempo”. Esta reflexión no intenta personalizar cada acto
de la vida (“Vana ilusión”). El yo lírico no se distraerá con la inutilidad de
este pensamiento pues reconoce que vive inmerso en el tiempo. De ahí que
reconozca en el presente y el pasado una misma continuidad: la esperanza de una
palabra que garantice no sólo el deseo de decir lo que siente, sino también un
modo de manifestarse tal como es:
Tengo que suministrarme un origen. Un origen
que no sea aquel del cual provengo y al que aspiro.
Ni siquiera el que merezco. Un origen que como el futuro
esté adelante, silencioso y desconocido.
Un origen no consagrado por las leyes ni condicionado
por los dioses. Un origen que no mire hacia atrás.
Que no sea la fachada de un templo ni un agujero negro.
Un origen que me garantice que por fin admito
que he llegado a ser lo que soy.
(“El origen”, p. 206)
Calzadilla 4En la palabra el poeta encontrará su visión de mundo. Ésta
será una forma, un método de interrogar su propia existencia: la conducta
humana, las acciones de sus semejantes, la historia y la memoria, las
relaciones sociales, el sentimiento y las circunstancias que dominan algunos
actos inexplicables de la vida. Su origen nacerá del centro y continuidad de
esa palabra. La palabra poética reflejará la libertad y hondura de su voz en el
tiempo. Por ello recurrirá una y otra vez a la palabra para formular una
poética del mundo que lo habita. Pero en el ámbito de esa intimidad siempre
habrá un misterio interior, algo que traspasa los límites de la razón y
persiste como un sueño inconcluso. Por eso sus poemas están impregnados de
matices que proporcionan otra óptica, es decir, algo que no tiene
necesariamente que ver con problemáticas sociales o materiales, sino con
asuntos que se adhieren como un fuego invisible a la vida de cada ser. Además
su visión de la vida subraya no solo las formas y valores del lenguaje, sino
también la autocrítica de su condición humana. En cierto modo, esto lo ha
expresado ya el mismo poeta: “…la poesía no puede quedarse exclusivamente en el
plano de las imágenes, la metáfora, o el deslumbramiento por la palabra, sino
que debía realizar un movimiento al interior de ella para hacer una crítica.
Crítica que es doble, una al lenguaje, a sus mecanismos, y a su funcionamiento
y por otro, una crítica a la poesía misma.” [3] Y es que la poesía exige una
entrega total y debe ofrecer mucho más de lo que aparentemente persiste en su
superficie. No basta, para el lector, con detenerse aquí o allá buscando
escudriñar sus valores formales o lo que media entre lo que pensamos y lo que
incorpora la visión del poeta. Siempre hay un sentido más profundo que nace del
escenario que allí se presenta y nos sitúa frente a otra realidad. Ésa, que
mediante la ironía o el humor, ha dejado de ser lo que pensamos para
convertirse en una especie de crítica y cuestionamiento de los temas y motivos
que la sostienen:
¡Ah, si me hubiese hecho alguna ilusión
hoy me sentiría defraudado!
Pero a la ilusión, como a un tercero,
la traté cortésmente,
sin tomarle confianza
ni rendirle pleitesía.
Jamás de tú a tú,
sino como a la bella desconocida
que, habiéndonos sido presentada un día,
nunca más vimos.
(“La ilusión”, p. 210)
¿A qué se asemeja esa ilusión? ¿Qué es lo que queda en el poema como una
forma inaprensible en el vacío? La vida pasa igual que la realidad o las
circunstancias que giran como una presencia hacia la muerte. A solas con esa
ilusión el poeta comprende que la historia del hombre también vuela sobre un
paisaje inasible. Y no puede idealizarlo, ni aferrarse a la vanagloria de ese
mundo que contiene las máscaras de un futuro irrisorio y desconocido. Por eso
el hablante poético ha asumido una actitud recelosa distanciándose de aquello
que provocaría su ruina. A través de los años su relación con la poesía y aun
con la realidad misma ha marcado el cuestionamiento y la reflexión de una
conciencia que no se deja incitar por la ilusión. Ya desde el comienzo del
poema (“¡Ah, si me hubiese hecho alguna ilusión / hoy me sentiría defraudado!”)
comprende que hubiera sido un error sugestionarse con lo que acabaría
colocándolo frente al engaño. De ahí la reacción del poeta ante el lenguaje, su
cuidadosa percepción de la realidad, su actitud ante el tiempo y las cosas que
estimulan su mirada. Ciertamente el poema contiene un sentido de desconfianza
porque repudia las vanas conquistas que el lenguaje mismo pudiera proponerle.
Ante esta encrucijada reconoce que tampoco quedará exonerado de ese otro plano
irónico y absurdo que marca algunas situaciones de la vida:
Solían
decirme
Con esa fachada no vas a ninguna parte
Vístete bien, arréglate
el nudo de la corbata
camina derecho,
domínate
¡ten compostura!
Y nada de sentarte a la mesa y sacar
un palillo de dientes antes de sentare a comer
cuando escuches permanece de pie
y cuando hables también
Con los zapatos sucios y como un mandril
con esa fachada no vas a ninguna parte
Ni siquiera a un burdel.
(“Consejos de familia”, p. 217)
En este poema los convencionalismos sociales actúan sobre un lenguaje
que sustituye el verdadero significado de las relaciones humanas por conductas
ceremoniales y elitistas. Todo el claro sentido de convivencia queda reducido a
mezquinas apariencias. En ese contexto el sujeto lírico será llevado y traído
por una imagen errónea de la vida que lo convertirá en víctima de una falsa
moral. Desde el primer verso, el texto irá incorporando toda una serie de
mandatos que particularizan cada acción humana: “vístete”, “arréglate”, “camina
derecho”, “domínate”, “¡ten compostura!”. Estas acciones manifiestan no solo la
realidad de ese mundo de falsas apariencias, sino también la superficialidad
que reproduce lo vivido allí como una fachada que pretende cubrir los
prejuicios latentes en las llamadas clases sociales de nuestros países.
Otro será el sentido que hallamos en poemas que rasgan la piel de la
palabra hasta hacer de ésta una presencia iluminadora y penetrante. ¡Profundo
el conocimiento y muchos los motivos que recoge la excelente obra de Juan
Calzadilla! Por eso su palabra busca lo auténtico en la confección de un
lenguaje que lo lanza hacia el vasto universo de la poesía: “Piensa en una
poesía que, aun estando escrita, / no necesitara de palabras”, dice en un
verso; y, en otro: “La tragedia del poeta consiste en que estuvo / siempre
demasiado consciente de sí”. Esta paradoja es parte de ese juego irónico con
que el poeta intuye su mundo: ironía y humor de una experiencia creativa que
desemboca en el ámbito de una poesía siempre distinta como si quisiera
transformar el sentido de la realidad: lo que pasa sobre el corazón como el
vuelo de un ave nocturna que al alejarse olvida que “todo arte verdadero lo es
porque habita en los límites extremos de lo real y lo irreal”, como justamente
ha señalado el poeta Gustavo Pereira.[4]
Mi obra (si pudiera considerarse poesía)
puede entenderse en última instancia
como un ejercicio de emborronamiento reactivo.
Y no porque me empeñe en borrarla
una vez que la escribo, buscando proporcionarle
con esto patente de invisibilidad, sino porque al
reescribir lo ya escrito
me he dado cuenta de que lo que
he hecho con ella
es engendrar un nuevo borrón.
(“Mi obra puesta en el banquillo de los acusados”, p. 238)
He aquí el esfuerzo de esa experiencia creadora cuya burla se vierte
sobre sí misma no para mofarse de lo que ennoblece el alma, sino de la imagen
que acusa su vocación de poeta. Y es que en la poesía de Juan Calzadilla
también existe una angustia existencial que advertimos en los diversos planos
de esa realidad. Por un lado, la que el texto particularmente nos refiere y,
por otro, la que consigue desviarnos del verdadero sentido de lo que allí se
dice:
Nunca tuvo bastante amor propio para pensar que su
suerte pudiera llegar a ser la escritura. Por el contrario,
fue la duda lo que alimentó en todo momento las
expectativas que, respecto a su posibilidad de triunfo, se
hacía. Y así fue siempre. A tal punto que se aplicó a su
tarea con demasiado realismo, sin ninguna esperanza,
y alcanzó a ser lo que esperaba de sí: un desconocido.
(“El desconocido”, p. 275)
Comprendemos que la poesía no impide ocultar lo que el poeta conoce por
experiencia: la imagen agobiante del mundo que contiene su realidad. De ahí que
su obra contenga ese humor punzante que a veces se burla de todo. Y nos coloca
ante una visión que podría cambiar la percepción del mundo si no estuviera tan
sujeta a ésa otra que el hablante vive en sus versos. Por eso: “Es difícil
apreciar las cosas sin que nos reflejemos en lo que pensamos de ellas. / ¡Cómo
que ellas también nos sirven de espejo! Igual que la capa de aire interpuesta
cuando miramos por el vidrio de una ventana!”.[5] Pero no le es dado a este
poeta cambiar su destino; solamente expresar la poesía que amorosamente reclama
su lugar en la tierra, allí donde su mirada se posa, “allí donde el tiempo no
ha podido vencer”. [6]
_______________________
DAVID CORTÉS CABÁN
(Arecibo, Puerto Rico, 1952). Fue profesor adjunto del Hostos Community College
(CUNY). Su libro más reciente se titula Islas (2011)
[1] Juan Calzadilla.
Poesía por mandato, Antología personal, Caracas, Monte Ávila Editores
Latinoamericana, C. A., 2014. En esta antología hallamos también tres poemas
(pp. 30, 204, 221), cuyas estructuras fueron modificadas y poemas que
permanecían inéditos hasta el momento de esta publicación.
[2] Vela de armas,
para navegar en el viento. Juan-calzadilla.blogspot.com/search/label/Luis%20Alberto%20Crespo
[3] Véase, David Lara
Ramos, “Juan Calzadilla: La poesía habita en el individuo antes de que empiece
a escribirla”. [Entrevista: David Lara Ramos].
http://escribedavid.blogspot.com/2007/10/juan-calzdilla-la-poesia-habita-en-el.htm1#!
[4] Véase, La poesía
es un caballo luminoso, Caracas, Fundación Editorial El perro y la rana, 1913,
p. 55.
[5] Juan Calzadilla,
Editor de crepúsculos, Caracas, Fundación Editorial El perro y la rana, 2014,
p. 23.
[6] Ramón Palomares,
Antología poética, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, C. A., 2004,
p. 7.
Tomado de Media Isla