sábado, 28 de enero de 2012

LA OBRA POÉTICA DE JUAN CALZADILLA: LA FORMA QUE HUYE (Y SE BUSCA)


-Arturo Gutiérrez Plaza-

La poesía venezolana no ha sido innovadora, sino más bien conservadora, desde Andrés Bello hasta nuestros días. Nuestros más calificados poetas se han mantenido dentro del campo de lo tradicional, para el momento en que actuaron. Han perseguido un equilibrio entre las tendencias más nuevas de su hora y los modelos aceptados. Bello era un clásico cuando ya se iniciaba el romanticismo; Pérez Bonalde era un romántico cuando imperaban el simbolismo y el decadentismo; Lazo Martí un neo-clásico cuando la vanguardia estallaba en las letras occidentales; Andrés Eloy Blanco, nunca se pudo adaptar a la vanguardia que ya llevaba una década de cumplida (Muñoz 495) 

Lo dicho anteriormente, es parte de un señalamiento hecho hacia finales de la década de los 60 del pasado siglo, por el intelectual, poeta y escritor venezolano Juan Liscano. Y en efecto, nos parece, se trata de una acotación que se corresponde de modo justo con la verdad. Habría, sin embargo, que precisar que este juicio no supone un demérito ni una desvaloración de logros poéticos, la obra de varios poetas venezolanos a lo largo del siglo 20 como Ana Enriqueta Arvelo, José Antonio Ramos Sucre, Vicente Gerbasi, Juan Sánchez Peláez, Ramón Palomares, Rafael Cadenas, Juan Calzadilla o Eugenio Montejo, entre otros (algunos de ellos, es necesario subrayar, no reconocidos aún en su verdadera dimensión continental), da cuenta de la existencia de una tradición poética sólida y consistente. De lo que se trata, más bien, es de señalar la ausencia de un espíritu de ruptura, de cambios y experimentaciones como elemento consustancial de ella. Se trata de una poesía que en términos generales ha hecho su historia moviéndose dentro de espacios normados, a excepción de algunos pocos episodios donde la pugna por cambios estéticos ha estado directamente ligada a la transición o lucha por cambios políticos. De esos momentos, para los intereses de esta exposición y de la comprensión de la obra de Juan Calzadilla (1931), vale la pena resaltar dos, los correspondientes a los finales de las dictaduras de Juan Vicente Gómez, en 1936 y la de Marcos Pérez Jiménez, en 1958.

El primer momento, fue el promovido por el grupo “Viernes”, fundado en 1936, poco después del fallecimiento del dictador Juan Vicente Gómez, quien durante más de 27 años sometió al país al oprobio y la represión en todos los órdenes de la vida. Este grupo tuvo como principal propósito, a través de su revista y de la obra de sus miembros, colocar a la poesía venezolana al ritmo de la contemporaneidad, quebrando así modos de expresión agotados. Junto a ellos, por los mismos años, otros grupos realizaron una importante tarea de diálogo y difusión poética a lo largo del continente. Basta recordar algunos, como: “Mandrágora” en Chile, “Piedra y Cielo” en Colombia o los de la revista El Hijo Pródigo  en México. En palabras de uno de sus miembros, José Ramón Heredia, “Viernes” tuvo por intención sumar “a Venezuela a la revolución poética mundial, a la modalidad mundial” (Heredia). La cual en parte consistió en la legitimación de procedimientos como: “el aligeramiento de la imagen (…), esa imagen pura sin términos de relación; la metáfora huida [sic] y alígera; el imaginar dentro de la llamada 'cooperación de los sentidos'; la simbología o mayor empleo del símbolo; el sentido de síntesis, la abolición de lo anecdótico; los matices surrealistas; la preponderancia de lo subjetivo; la actitud filosófica; la mayor preocupación por lo profundo del ser (…), así” como señala también, “todo ello se exprese en metros clásicos”. 

El primer libro de Juan Calzadilla, Primeros poemas, data de 1954 y fue publicado en Ediciones Mar Caribe, editorial dirigida por él y Vicente Gerbasi (1913), poeta central y el de mayor proyección y reconocimiento de los que conformó el grupo Viernes. Este libro, hoy excluido o poco considerado por el propio Calzadilla en su bibliografía, más allá de sus posibles logros, nos da noticias de sus iniciales búsquedas poéticas y nos permite establecer correspondencias con las concepciones e inquietudes de las generaciones emergentes en su época.  Es un libro donde predominan poemas con métrica tradicional, versos de arte menor y agrupaciones estróficas fijas, fundamentalmente tercetos y cuartetos, cuyos temas están enmarcados principalmente en la contemplación del mundo campesino. Los títulos de algunos de estos poemas dan fe de ello: “Egloga”, “Árbol nuestro”, “Invernal”,”Lluvia”, “Calma después de la lluvia”,” Día de lluvia sobre el río”, “La luz que desde el alba se menea”, “No ha muerto el cerezo”, “Cocuyo”, ”Primeras cigarras”, “Agua nuestra”, “El grillo”, “Árbol”, entre otros. Para el conocedor de la obra posterior de Calzadilla, esto no puede menos que sorprender, si consideramos las características formales de su obra posterior y el universo temático del cual se ocupará a partir, sobre todo de su cuarto libro, Dictado por la jauría (1962), tentativa poética donde se describe la degradante experiencia anímica y existencial del habitante de la ciudad. Tema que ha llegado a ser, a tal punto, obsesivo y determinante en la obra de Calzadilla, que buena parte de la crítica ha reducido a ello su aporte poético, acuñando su legado bajo la impronta del poeta de la ciudad monstruosa. Sin embargo, y a pesar del predominio temático y formal presente en estos Primeros poemas, es notorio encontrar en el último de los que lo conforma, titulado “Cielo estrellado” algunos de los elementos que vendrán a formar parte luego, con verdadero énfasis, del universo poético de Calzadilla. En ese texto, singular dentro de esta colección, aparecen tres elementos de su poética futura: el verso libre de largo aliento, una visión maldita de la ciudad (en este caso más bien una ciudad celestial y acuática a la vez, de reminiscencias bíblicas) y cierta imaginería surrealista. Veamos algunos extractos:

Cielo carcelero del ansia
cascada en medio de dios, anzuelo de muertos.
Mentira estrellada, mujer de espléndido torso admitida
en ese pasto azul con rebaños de ojillos de peces
(…)
Corona indescriptible de espinas amorosas,
ciudad en el fondo del mar,
mar inservible, idea que el viento saca a relucir
(…)
Testigo sin habla, testigo con gestos de luceros,
testigo culpable, testigo ancho, imposible, sospechoso, neutral:
Reveladora sustancia de puñales fatuos
sobre las ciudades criminales, despabilando
encadenada a sí misma en el fondo
de la más antigua prisión del agua.
(…)
Cascada de muertos, anzuelo general; de dios,
ciudad en donde no hay/!Nada que hacer!

Anteriormente señalamos la importancia del grupo Viernes y de Vicente Gerbasi en la poesía venezolana, así como la relación de éste último con el primer Calzadilla. Y en efecto, no sería aventurado afirmar que el tono general del poema “El cielo estrellado” de Calzadilla, nos remite a cierta simbología de estirpe viernista y particularmente del primer Gerbasi de Vigilia del náufrago (1937) y Bosque doliente (1940), quien luego se distanciaría provisionalmente de la estética cultivada en sus dos primeros libros, marcando una especie de paréntesis en su obra, con la  publicación de su libro Liras (1943), poemario conformado exclusivamente por poemas de dicha forma métrica. Pero
habría que añadir, además, que ya para aquellos años Gerbasi ha publicado los dos libros más importantes de su obra poética: Mi padre, el inmigrante y Los espacios cálidos. En el primero, de 1945, Gerbasi recrea en un lenguaje introspectivo, imaginativo, exuberante y sensorial, cierta tradición poética venezolana que explora en el paisaje elementos identitarios que tocan la cualidad ontológica del habitante de la zona tórrida. Por ello, la crítica ha visto en este libro una línea de continuidad con la “Silva a la agricultura” de Don Andrés Bello y la “Silva criolla” de Francisco Lazo Martí, categorizando la obra de Gerbasi como aquella que ha alcanzado el mayor grado de apropiación y subjetivización de la naturaleza venezolana, en tanto espacio de lo mágico, misterioso y telúrico que da consistencia y entidad al ser que habita en ella. Más significativo aún, resulta observar que para 1952, dos años antes de la publicación de los Primeros poemas de Calzadilla, se publicara en la misma editorial Mar Caribe, el otro libro central de la obra poética de Gerbasi, Los espacios cálidos. Encontramos, así, la existencia de varios puntos de encuentro entre el primer Calzadilla, poeta que se inicia y busca en diversas formas expresivas aquella que se ajuste a su voz y que concentra su primera mirada en su más inmediato entorno natural, y la obra de Gerbasi, el poeta de Canoabo, esa pequeña aldea selvática continuamente recreada en su poesía. Curiosamente entonces, Calzadilla, el futuro poeta de la ciudad, parte del mismo espacio afectivo de Gerbasi, en busca de un decir más cónsono con las urgencias del momento artístico, histórico y político que le ha de corresponder a su generación. De este modo, la primera etapa de la obra de Calzadilla, bien podríamos acotarla entre 1954 y 1958, años donde además de Primeros poemas, publica La torre de los pájaros (1955) y Los herbarios rojos (1958). Si en el primer libro que hemos comentado predominan las formas tradicionales medidas y rimadas, y subyacen las lecturas de poetas como Guillén, Salinas, Aleixandre o Cernuda, según él mismo ha afirmado en alguna entrevista,  ya en la Torres de los pájaros nos encontramos con un verso de mayor aliento y riesgo, heredero de un tono whithmaniano. Por su parte, en Los herbarios rojos, predominan los poemas en prosa y la visión de una naturaleza, más bien degradada y poseída por el mal y la muerte, que no oculta parentescos con el mundo y el tono presentes en la obra de José Antonio Ramos Sucre, poeta descubierto, celebrado y seguido por las jóvenes generaciones de poetas venezolanos de aquellos años.
La segunda etapa en la obra de Calzadilla, se inicia junto al otro momento de irrupción y cambio en la poesía venezolana, al que nos referíamos con anterioridad, después de la experiencia viernista, el cual tiene lugar luego de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez en 1958. En medio de un ambiente convulsionado  política y socialmente, la vida cultural venezolana alcanzará un impulso renovador, producto de una rica, conflictiva y agitada polémica enmarcada por un conjunto de hechos históricos de especial relevancia, tanto en el plano continental como en el nacional . Una significativa respuesta del mundo intelectual venezolano a tal coyuntura fue la conformación de diversos grupos donde se conjugaron intereses ideológicos y estéticos en correspondencia con la naturaleza del debate político y artístico de la época. Estos grupos fueron Sardio (1958), Tabla redonda (1959) y El techo de la ballena (1961). Grupo, éste último, del cual formó parte de modo muy activo Calzadilla. Del conjunto de intelectuales, poetas, narradores y artistas que participaron en estas agrupaciones, varios de ellos vieron en la ciudad un espacio relevante de reflexión e indagación creativa, en busca de modos de expresión más fieles a las circunstancias y connotaciones existenciales que marcaban esta nueva etapa de conflictividad política y acelerados cambios en los patrones sociales, culturales y económicos del país. Basta recordar que en aquellos años verán la luz una serie de obras, como  Los pequeños seres (1959) de Salvador Garmendia, Dictado por la Jauría (1962) de Juan Calzadilla y Asfalto Infierno (1963) de Adriano González León. Obras que hoy forman parte del denso testimonio de la irrupción de la ciudad “macrocefálica” de la que hablara luego Angel Rama (Antología 21) y de un nuevo ser urbano, tan sólo sospechado hasta ese momento en la literatura venezolana.  
Como figura central de este período, Juan Calzadilla es quien hace de la ciudad el espacio privilegiado de su indagatoria poética. Su lenguaje, ya alejado de las formas tradicionales y de los espacios bucólicos, va adoptando distintas dicciones que dan paso a una etapa que abunda en la imaginería de estirpe surrealista que explora, denuncia y explota el mundo degradado y degradante del espacio urbano de un modo agresivo y descarnado que no oculta parentescos con la estética del feísmo y el decadentismo, surgida precisamente un siglo antes tras la aparición de la ciudad moderna en Europa. Este período abarca unos 15 años, desde 1962 hasta 1977, y está conformado por seis libros. Una simple revisión de los títulos, ya nos habla de la preeminencia temática de lo urbano y del ser alienado que vive y sobrevive en ella. Veamos: Dictado por la jauría (1962), Malos modales (1965), Las contradicciones sobrenaturales (1967), Ciudadano sin fin (1970), Manual de extraños (1975) y Oh Smog (1977). Calzadilla, en esta etapa inicia el inventario de las formas de envilecimiento que la ciudad comporta. Crea como personaje poético a un ciudadano que padece, transita y deambula por la ciudad trajeado de funcionario o de transeúnte anónimo, tras el cual se oculta un prolífico bestiario conformado por perros, miriápodos, gusanos, aves de rapiña, larvas, animales todos que se alimentan y son parte de la putrefacción ciudadana. Valgámonos del poema “Me reconozco” de Dictado por la jauría para certificar lo dicho:
Me reconozco en mi infancia en mi madurez
en mi muerte en los términos de mi oficio de espectador a quien el muro
endurece para siempre
me reconozco en mi córnea de salamandra furiosa
me reconozco en la selva urbana que me propone una máscara
para dar los buenos días desde una claraboya demasiado alta
me reconozco en la oscuridad donde dejo de verme y en medio
de mi alegría cifrada por los despojos de miseria que apuñala mi ojo
    me reconozco en el banco de cárcel negra y en la materia que
osifica mis párpados y diluye mi cráneo nuevo
    que no es sino ese fortalecimiento de sábanas
que busca un punto de apoyo en mi rótula,
la súbita aparición del pus que insemina los bellos jardines
de un dispensario nocturno
mis párpados sin venganza mis párpados sin origen mis párpados
sin orificios de salida para cantar para verter loas en témpanos
de dicha interna mis párpados cerrados siempre para ver el lado oscuro
de la carne
a modo de gusanos que pudren mis odios
me reconozco
me reconozco en mi infancia en mi madurez en mi muerte

Esta identificación con la ciudad, supone al mismo tiempo el desdoblamiento de ese ciudadano alienado y la fusión de ese nuevo ser con la ciudad que lo posee y él posee. Asi nos lo dice en el poema ”Ciudad”, de Manual de extraños”

Alrededor te tengo ciudad
me tienes somos el uno en el otro
la partida y el regreso fijos en el centro del camino
el sol blanco que para reconciliarse
graba signos cabalísticos en nuestras sienes
el cordel negro que roe la base de las alcantarillas
el dado de la memoria que gira
soy eres somos el hecho en sí
la cosa que nada en grande
el ir y venir confundidos
en el punto donde nunca se comienza

 La ciudad que Calzadilla registra es una ciudad anónima. En los más de 1500 textos que conforman su obra hasta hoy, no hay uno sólo de ellos donde se le dé nombre. Esto le otorga, como singularidad a su obra, el carácter de atópica, aún cuando subyazcan referentes implícitos en ella, sobre todo mediante la recreación de situaciones históricas o usos de la lengua particulares. A esta atopicidad luego se le ha de sumar una marcada atipicidad, como veremos al comentar la tercera etapa de su obra. En todo caso, volviendo a la ciudad, enmascarada en su anonimato, esta representa en la poesía de Calzadilla la urbe moderna impuesta por la cultura occidental. Esa ciudad denunciada por Baudelaire y que Rimbaud concibió –como nos lo recuerda Calzadilla- como aquella cuyos “humos nos siguen de lejos por todos los caminos”. Es la ciudad en la que el crítico chileno Leonidas Morales Toro ve la “metáfora de la instancia burguesa” y el “nuevo escenario de la vida dominante” (18). Espacio que “se constituye en el ámbito de una experiencia dentro de la cual la palabra se revela como palabra desposeída de sí misma: desquiciada, fuera de sí” (19) y donde: “la conciencia tradicional es desestabilizada, [y] puesta en crisis” (19). Crisis que no es otra que la de la modernidad misma y la de los metarrelatos que la sustentan. Crisis que da paso al derrumbe de las visiones utópicas y los órdenes estables, y exige y da cabida a nuevas formas de expresión artística que se correspondan a los nuevos epistemes de la llamada posmodernidad. Como respuesta a estos cambios, Calzadilla inicia a partir de 1982, la exploración de otras rutas expresivas.
La que podríamos llamar la tercera etapa de esta obra se inicia con el libro Tácticas de vigía (1982) y se profundiza y acentúa cada vez más hasta llegar a su libro más reciente Protofixiones (2005). Los libros que hasta ahora conforman este período son, además de los dos mencionados: Una cáscara de cierto espesor (1985), Diario para una poesía mínima (1986), Agendario (1988), Aproximaciones a un decir siempre aplazado (1990), Grafismos (1991), Curso corriente (1992), Minimales (1993), Principios de urbanidad (1997), El fulgor y la oquedad (1994), Corpolario (1999), Diario sin sujeto (1999), Notario al garete (2000) y Aforemas (2004). La apuesta en la que Calzadilla se afilia es la de la búsqueda de lo minimal, tanto por lo suscinto como por la significación que también le otorga al término, entendido como la crónica de “males mínimos”. Se interesa en alcanzar un texto cada vez más despojado de toda retórica donde se cristalice sintéticamente el sentido sobre la forma. Un texto de corte más bien epigramático y de concisión conceptual, donde a la crítica a la vida urbana y a la modernidad se sume la reflexión sobre el propio objeto donde se enmarca la reflexión, es decir, el poema. Reflexión que haya expresión en un apunte aforístico, tentado por una suerte de automatismo que  no busca impulso tanto en las fuerzas ocultas del inconsciente como en los reflejos condicionados y condicionantes que determinan la inercia caligráfica de la escritura y el trazado rápido del dibujante. Una reflexión que no repara en exhibir la importancia que otorga al proceso mismo de su constitución y que incluso, con frecuencia, hace de él su resultante, mostrando sin reparos las trampas y juegos de lenguaje que encauzan y encarcelan el pensamiento más allá de toda ilusión de autonomía. 
Es necesario recordar en este punto, que la obra de Juan Calzadilla transita por varios derroteros. Tan importante como su obra poética ha sido su labor como artista plástico y crítico de arte, lo cual le valió en el año 1997 el Premio Nacional de Artes Plásticas. En tal sentido, su visión como poeta es la de un artista integral reflexivo y vigilante, pero a la vez impulsivo y experimental. En varios de sus libros el texto dialoga con dibujos o trazos caligráficos de su propia autoría, así como con viñetas, fotos o dibujos de otros artistas. Por ello también, quizás resulta natural a su apuesta literaria una concepción transgenérica que no sólo intenta borrar las a veces débiles fronteras entre la prosa y la poesía, sino que además trata de incorporar las visiones del artista plástico, en el deseo de observar y concebir el texto como objeto estético visual, y las del crítico, en el afán de hacer de la reflexión sobre el texto, objeto mismo de éste. Dejemos entonces que algunos de esos textos nos dejen saber de qué se trata:
Hay que tallar el sentido, no la forma. Hacer gema
de la transparencia del verbo.
Pero que la herramienta no sea el buril o el escoplo,
Sino el escalpelo.

Hay que hacer del lenguaje algo más transparente
Que se pueda mirar a través de su opacidad
como a través de un cuerpo 

(“Gema del sentido” Diario sin sujeto)
Es decir, alguien cuyos esfuerzos teóricos estuvieran dirigidos a destruir la forma y únicamente a destruir la forma. Eso hace falta en nuestra época.
Cuestión que, sin embargo, puede ser rebatida con la idea según la cual destruir una forma conduce a la creación de otra. De manera que de poco sirve postular, por ejemplo, que el verso libre es una antiforma. Pues abordar (y “abordar” no como un acto de piratería) la construcción del poema supone siempre que le estamos proporcionando una forma.
La forma como estructura que el sentido se da a sí mismo

                (“Un anti-Valery”, Diario sin sujeto)


Forma:         Transparencia del sentido.

Transparencia:        Aquello que se manifiesta
            sólo cuando se hace invisible.

Invisible:        El poema. Su cuerpo ni siquiera está
            en la palabra.

La palabra:        Para todos los que quieran saber de mí,
            por favor, no cuenten conmigo.
            Arréglenselas ustedes.

        (“Esquema para encajonar forma y sentido”, Diario sin sujeto)


La reflexión no es un elemento apriorístico en la construcción del poema, ni tampoco es expresión de un saber aprendido por el cual guiarnos para la comprobación o desaprobación del texto. Tampoco la reflexión es inherente al poetizar en la forma en que lo es el lenguaje. Es algo externo a éste como lo es el espejo frente a lo real. Aparece en el poema cuando nos hacemos la pregunta por la forma, y se encuentra inmerso en la operación a través de la cual el poema es pensado como tal durante el trance de escribirlo. La reflexión introduce en la estructura del poema una perturbación de sentido orientada en una dirección que va de la subjetividad a lo real, a través de un movimiento que nos lleva a considerar el poema más como un proceso que como un medio, más como un accidente que como un fin.
Sin entrar en generalizaciones

Y con todos los inconvenientes del cómo

(“Entonces postulo la reflexión”, Diario sin sujeto)

Pero quizás, toda la tentativa poética del último Calzadilla, alcanza su síntesis en la siguiente poética minimal: “Cuando el sentido toma la palabra, la forma oye/ Cuando la forma toma la palabra,/el sentido huye.//(No es la forma lo que corre tras el sentido,/sino todo lo contrario” (Poética). Esta apuesta extrema, única, al menos en la poesía escrita en nuestra lengua ha sabido asumir los riesgos de la incomprensión por parte de una crítica, que si bien celebró los logros del poeta de corte surrealista de los años 60, abocado infatigablemente a inventariar la podredumbre existencial de la realidad urbana, no ha reaccionado con igual entusiasmo ante esta propuesta más cercana a la Ceci n’est une pipe de Magritte pero en el sentido inverso, es decir, para afirmar que esto que no parece un poema sí es un poema; o quizás su tentativa se aproxima a la del pintor venezolano, Armando Reverón, artista profundamente estudiado y admirado por Calzadilla, quien en su intento de pintar la luz del trópico disolvió en dicha luz todos los objetos, todas las formas por ella poseída.
Lo cierto, es que si bien hemos deslindado tres etapas, relativamente diferenciadas,  a lo largo de una obra que alcanza ya los 22 títulos, en realidad en toda ella las miradas del campesino, el ciudadano y el poeta se entrelazan a lo largo del tiempo para indagar continuamente, con mayor o menos énfasis y con variable enfoque, en la naturaleza, la ciudad y el poema. Espacios que cohabitan en el interior del poeta, el artista plástico y el crítico de modo inevitable, pues en definitiva se trata del enfrentamiento de un hombre que como todo hombre, desde su múltiple, cambiante y dubitativa complejidad se enfrenta al mundo y a su mundo siguiendo no sólo los dictados de cualquier posible  jauría sino sobre todo del irrenunciable asombro de existir.  

Obras citadas
Heredia, José Ramón. «'Viernes', sus afijos y sus intérpretes». El Universal (Caracas), 17 de noviembre 1946.
Morales Toro, Leónidas. “La contemporaneidad en la poesía venezolana: Esquema de su proceso.” Revista de crítica literaria latinoamericana 7.13 (1981): 7-21.  
Muñoz, Rafael José. El círculo de los 3 soles. Caracas: Zona Franca, 1969.